La alternativa | El último exorcismo (Daniel Stamm)

Las películas de exorcismos contadas desde el punto de vista del ejecutor cristiano están llenas de personajes desprovistos de la fe suficiente para llevar a cabo su labor. Alcohólicos, taciturnos y siempre anclados a un mundo que intenta obligarles a cumplir con unas creencias de las que reniegan, nos suelen llevar por el lado oscuro de la Iglesia y sus caprichosas peticiones. No sólo del drama vive el demonio, este mismo género puede pivotar nuestra atención en la pureza del terror y sus excesos, llevando el sufrimiento de los poseídos a un punto obsceno y oscuro que nos invita a mirar hacia otro lado.

El último exorcismo sabe librarse de ciertos prejuicios anidados en la espléndida El exorcista (William Friedkin, 1973), cuyo estilo construyó un espejo en el que acaban por mirarse todas las películas de posesiones. Para ello, con una fórmula a medio camino entre el falso documental y el ‹found footage›, nos presentan al reverendo Cotton Marcus, un hombre joven, alegre y conocedor del poder de la palabra que se encuentra en la iglesia como hijo del predicador, que sigue los pasos de su padre, ya no solo pregonando la palabra de Dios (aleluya), también ejerciendo el papel de exorcista. La diferencia radica en su implicación en su trabajo, ya que partimos de la idea de la farsa presentada desde el punto de vista de quien la combate. La película surge como réplica del material que ruedan dos documentalistas (un cámara al que no vemos en ningún momento por estar grabando la acción y la técnica de sonido que se implica en cada escena) junto al predicador para desmontar los falsos números en los que se basan los exorcismos, respuesta a los siempre excesivos métodos llegados del mismísimo Vaticano. Para ello nos movemos en un inicio en una desenfadada presentación de personajes y de las implicaciones sanadoras de párrocos que hacen una mayor labor con su palabra que con sus actos. Cotton sabe maniobrar a través de la picaresca con soltura, animándonos a buscar la mentira en el temor de los lugareños con la complicidad de aquellos que le siguen día y noche. Y para ello llegamos al punto álgido: conocer a la familia endemoniada que él debe salvar.

Siempre cómplices de la perspectiva de quien documenta los acontecimientos, nos enfrentamos a la América profunda, una que vive en un mundo pretérito y sigue culpando a lo invisible de los males comunes de la sociedad. A partir de este contraste y profundizando constantemente en la parte escéptica de los acontecimientos, podemos observar la cara y la cruz de un exorcismo, con la complicidad de quien conoce todos los trucajes y sin perder de vista lo intangible, lo sobrenatural, aquello que ni siquiera toda la confianza en lo conocido se puede controlar en esta interactuación con una temerosa familia.

El escepticismo es quizá la mejor baza del film, construyendo una historia que se gestiona a fuego lento y que es capaz de sorprendernos a partir de pequeñas fallas en lo que consideramos como cierto y que se vuelve un imposible. El director se desprende de efectismos que no sean totalmente necesarios para el trabajo de su descreído exorcista, por lo que el miedo vuelve a lo esencial: ruidos, luces y movimientos que nos dan la opción de aferrarnos a una explicación lógica pasado el mal momento, siempre con una inocente adolescente confusa y a la vez aterradora como protagonista.

Los eruditos del cine de género podrán encontrar similitudes con el cortometraje de V/H/S 2 que realizaron Timo Tjahjanto y Gareth Evans, por ese ‹crescendo› totalmente irracional en el que el concepto de Diablo es casi lo menos importante de la enajenación colectiva, un hecho que hace de El último exorcismo una película atrevida (aunque no llegue a los límites inabarcables del trabajo de Tjahjanto y Evans) en consonancia con el clasicismo, enfrentando un tema narrado en los antiguos textos que promueve los miedos más primitivos con las nuevas tecnologías, resultando divertida y a ratos inquietante sin ser una fotocopia del cine de nuestros tiempos. 

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