Insensibles (Juan Carlos Medina)

En el prólogo de esta extraña, estimulante opera prima, Medina deja clara su filiación al fantástico con una escena embebida de una cálida atmósfera feérica que troca un inconsciente acto de crueldad en poesía rara y sulfurosa. Lo mejor de la película ya se ha esbozado: es ese tono de cuento de hadas enfermizo, donde lo salvaje y lo bello danzan armoniosamente en los márgenes de una narración que, como El espinazo del diablo, convierte el periodo oscuro de la guerra civil española en un caldo de cultivo para la metáfora fantástica y la exploración de los demonios de nuestra Historia. También, como le pasó a Del Toro, Medina se ve en gran medida superado por lo ambicioso de la empresa y no logra otorgar a su obra la solidez necesaria para que esta brille en todo esplendor, conformándose con esporádicos (pero fulgurantes) arrebatos de luz y lirismo dentro de un conjunto irregular, lastrado por fallos de ritmo y enfoque que podían haberse evitado.

Efectivamente, conforme avanza la narración el espectador va cerciorándose de que el equilibrio estructural de la película (consistente en la alternancia de tiempos: del pasado en plena contienda bélica a la actualidad) es algo débil, desigual en el interés que sus respectivas tramas (la germinación del monstruo por una parte, la investigación del pasado del protagonista por otra) despiertan en el respetable. Mientras la narración del pasado (a su vez contada a través de pequeños saltos cronológicos) consigue captar nuestra atención con facilidad, describiendo con precisión la personalidad mutante del niño y su progresiva evolución en ogro aterrador, las cuitas concernientes al personaje de Àlex Brendemühl ofrecen menos interés y están contadas de forma algo más obtusa, aunque manteniendo siempre en pie una claridad expositiva y una coherencia interna necesarias para conseguir que ambas tramas empasten adecuadamente en su arriesgado desenlace.

Porque a Medina se le podrán achacar varias faltas, pero desde luego no la ausencia de valentía. Ya no es sólo que se atreva a contar una historia a contracorriente dentro del panorama de nuestro cine, sino que va más allá y decide acabar su obra sin monsergas ideológicas y entregándose, febril y delicadamente, a un clímax final genuinamente ‹fantastique› y atravesado de un romanticismo decadente y necrófilo (la bella durmiente en la cripta), sin obsesionarse con la idea de que tal decisión pueda echar por tierra cualquier indicio de verosimilitud. Eso siempre fue lo de menos. Lo de más está en su sublimación, por la vía de la fantasía tenebrosa, de un material que, dentro de sus aparentes excesos, encierra considerables dosis de lirismo, emoción y belleza, elementos que Medina conjuga en un desenlace triste y lleno de ternura ‹bizarre›. ¿También imposible?

Intuyo que la mayoría de los detractores de la película se aferrarán a la escasa verosimilitud de lo contado, que, ciertamente, puede percibirse como una historia ridícula y hasta pretenciosa. Sin embargo, servidor encontró en ella, en su juego de secretos dolorosos y vidas arrebatadas por un contexto violento y cruel, una forma de entroncar no sólo con las citadas narraciones fantásticas y góticas (ese hospital que funciona como una cárcel, aislado del pueblo y lleno de habitaciones convertidas en mazmorras), sino hasta con el folletín decimonónico de toda la vida, cuajado de relatos enrevesados dispuestos a alumbrar los más altos y bajos instintos a través de actos macabros y de elementos de misterio, de romance, de traición…

Que el guión venga co-firmado por Luiso Berdejo también es relevante: en su cortometraje La guerra ya retrataba, como aquí Medina, el horror de la misma a través de los ojos de un niño acosado por un hombre del saco transmutado en soldado nazi, mientras que en La otra hija (mira por dónde, otra incomprendida película de terror) llegaba al corazón de Lovecraft a través de las pulsiones hormonales de una que niña que empezaba a dejar de serlo. Junto a Medina, ambos abordan una historia llena de posibilidades (la existencia de unos niños inmunes al dolor que disfrutan auto-mutilándose) con la mente puesta en la tradición y no queriendo (lo cual se agradece) convertir su particular fábula oscura en otra película sobre la guerra civil con coartada fantástica. Aquí lo fantástico es el corazón mismo de la propuesta, de ahí su carácter atemporal y universal.

El resultado es estimulante pese a esos pequeños fallos que jalonan el relato y que servidor le perdona porque narraciones así, tan viscerales y gratificantes, no abundan y siempre es de agradecer que el cine de género español se atreva a acometer empresas tan alejadas de las modas como la que aquí nos ocupa, al menos para quien esto escribe.

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