Historias de miedo para contar en la oscuridad (André Øvredal)

A estas alturas, convendría resolver un par de temas. Lo primero, inventar un nuevo género para referirse a este compendio de películas norteamericanas ochenteras de características tan reconocibles, cuya nostalgia parecemos condenados a arrastrar eternamente. Son aquellas entrañables aventuras protagonizadas por niños, adolescentes en ocasiones, marginados por la sociedad y víctimas de los abusos de sus compañeros de colegio. Historietas que a veces eran edulcoradas con algún toque fantástico y casi siempre reforzadas por tristes conflictos vivenciales, como el divorcio de los padres, la incomunicación con los mismos o el clásico choque de clases. Algunos ejemplos son E.T. (Steven Spielberg, 1982), Los Goonies (Richard Donner, 1985), La historia interminable (Wolfgang Petersen, 1984), El secreto de la pirámide (Barry Levinson, 1985), Exploradores (Joe Dante, 1985), Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987) Cariño, he encogido a los niños (Joe Johnston, 1989) o la más tardía Jumanji (ídem, 1995).

Creo necesario apuntar cierto detalle antes de continuar. Este género (de nombre, por el momento, inexistente) destacaba principalmente por ser un producto dirigido a toda la familia. Desde esta premisa presentaba, en ocasiones, pequeñas extensiones que se desviaban levemente hacia otros géneros, como el drama (casos de El club de los cinco —John Hughes, 1985— y Cuenta conmigo —Rob Reiner, 1986—) o el terror (casos de Poltergeist —Tobe Hooper, 1982— y Gremlins —Joe Dante, 1984—). Es a este último al que se aferran, curiosamente, ciertos productos contemporáneos que reproducen el mentado género ochentero. Pienso en casos como Super 8 (J.J. Abrams, 2011), Stranger Things (2016, Matt Duffer), It (Andy Muschietti, 2017), Ready Player One (Steven Spielberg, 2018) o el título que nos ocupa, Historias de miedo para contar en la oscuridad (Andre Øvredal, 2019). Y esto nos lleva al siguiente punto: convendría inventar también un género que englobe estos títulos contemporáneos cuyo motor principal es su nostalgia hacia el género descrito.

Lo siguiente seria aprobar una ley (y esta tiene que valer por cualquier tipo de película) que condenara a trabajos forzados a todo director que se atreviera a reproducir determinados “tópicos terroríficos”. Habría que prohibir, por ejemplo, este cansino recurso de eliminar toda la música y efectos sonoros para conducir algún personaje (a velocidades tan lentas que uno teme acabar retrocediendo en el tiempo) hacia un previsible sobresalto, propiciado por el estallido de todos los altavoces. Tuvimos suficiente con las 132 primeras veces. Habría que prohibir, también, la introducción de ‹crescendos› de violines de sonido ultra-sónico diez minutos antes de presentar una imagen terrorífica. Fue impresionante en El resplandor, un diez por su descubridor. Tratemos ahora de encontrar una (¡sólo una!) nueva fórmula para sugerir peligro inminente. Habría que aprobar, en definitiva, una ley que impidiera a los directores seguir exprimiendo esta piel de naranja cuyo contenido lleva agotado más de veinte malditos años.

Cabe señalar, con todo, que estos “tópicos terroríficos” no responden tanto a dicha “reproducción ochentera” como a una tendencia actual, heredera de otros títulos posteriores como Scream (Wes Craven, 1996), El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999), Lo que la verdad esconde (Robert Zemeckis, 2000) o Los otros (Alejandro Amenábar, 2001). Historias de miedo para contar en la oscuridad es el ejemplo perfecto de esta curiosa mezcla: una reconstrucción del “género ochentero” (el comentado en los dos primeros párrafos) bañada por los más típicos y tópicos “recursos terroríficos” (aquello descrito en el tercero). Y nada más. En resumen, el tipo de película que jamás vería la luz si mis anheladas prohibiciones llegaran a ser ejecutadas.

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