Déjame caer (Baldvin Zophoníasson)

Lo peor que le puede ocurrir a una película de mensaje —a un film que intenta transmitir determinada idea a los espectadores respecto a algún tema social o político— es supeditar toda su narración al mismo. Algo que los autores neorrealistas sabían hacer mejor que nadie era que sus intenciones pudieran deducirse a posteriori del visionado de sus secuencias. Su estructura y desarrollo no estaban diseñadas en función de un discurso, sino para representar la realidad previa que da pie al mismo a partir de su puesta en escena. Y este es un gran problema para entrar a valorar Let Me Fall (Baldvin Zophoníasson), una cinta en cuyos primeros instantes uno ya es excesivamente consciente de a qué lado del espectro cae entre esta representación del relato sacrificado por sus intenciones y un realismo social en el que el punto de vista y la autenticidad de paso a la reflexión que pretende capturar. Zophoníasson se basa en hechos reales para contar la historia de dos jóvenes adolescentes, Magnea y Stella, en su caída en una espiral de autodestrucción que las lleva a las drogas y a ser víctimas de cualquiera que pretenda abusar de su situación.

Si ya de por sí parece inevitable la tragedia, la estructura intercala un repaso de su historia según pasan todo tipo de momentos clave con lo que se entiende que es su futuro (en realidad el presente, el momento en que ellas son adultas y deben tratar con las consecuencias de todo lo que experimentaron en su juventud). De tal forma que en su narrativa la película intenta llevar a la vez el recuento de las causas del trágico destino de sus protagonistas y las terribles secuelas en su vida años después, en dos líneas temporales que poco a poco se van aproximando —hasta que el destino las alcance a ambas—. El fatalismo impregna cada momento de Let Me Fall hasta tal punto que ahoga cualquier posibilidad de las imágenes de llevar a algo más que no sea un tratamiento extraordinariamente tópico de la adicción a las drogas entre los jóvenes, su relación de amistad y sobre todo el delicado equilibro de Magnea con su padre. En cierto modo un misterio parece querer mantenerse de cómo llegaron a tocar fondo ambas para llegar de un punto a otro. Lástima que en esa estructura su director olvide crear el más mínimo diálogo entre sus imágenes de distintos momentos, llevando todo a una fragmentación temporal sin un propósito mayor que mantener la tensión y el interés en sus personajes.

Con el uso de la cámara en mano y el steadicam, visualmente se entiende una aproximación que quiere ser inmersiva y a la vez mantener cierta distancia. El estilo se interpone en muchas ocasiones en el camino de alcanzar cierta autenticidad buscada, con planos secuencia que llevan a reencuadres cerrando el plano en el rostro de la joven Magnea en escenas donde su reacción o falta de ella parece clave en contraposición a su entorno social. Sin embargo, lo arbitrario de este recurso acaba teniendo un mero efecto de subrayado dramático que desactiva cualquier capacidad de descripción de los entornos, dinámica social o situaciones de gravedad para las jóvenes. Lo mismo puede decirse de la inconsistencia del tratamiento del paso del tiempo en algunos momentos, usado como trivial transición en un mismo plano o en un montaje musical que pretende acercarnos a la pérdida de noción de la realidad de Stella en un momento clave de la película. Es irrelevante que la historia de Magnea y Stella esté basada en hechos reales: la búsqueda tan forzada por dotar de sentido a la propia existencia de sus protagonistas —de moldear la realidad que se quiere recrear de forma supuestamente honesta y reveladora a golpe de shock para el espectador— acaba sufriendo por los manierismos de su director y un planteamiento efectista y morboso de la violencia, la marginalidad y la perspectiva individualista de un problema social que va mucho más allá de las decisiones personales y nunca es tratado con la complejidad psicológica que pretende simular que entiende a golpe de burdos movimientos de cámara.

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