Blackfish (Gabriela Cowperthwaite)

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La polémica siempre ha sido un arma especialmente poderosa a la hora de dar a conocer un producto cinematográfico. No obstante, tan ansiado efecto puede conseguirse de maneras con un mayor o menor índice de ética, siendo la más estimable de todas —y a su vez, la más complicada en el campo del documental más comprometido— la capacidad de remover mentes y estómagos sin caer en el efectismo barato y en la moralina de todo a cien sin dejar de resultar duro y contundente en todo momento. En esta, llamémosla «controversia positiva», radica el gran logro de Blackfish, que tras agitar conciencias y salir reforzada de festivales como Sundance y Sitges, aterriza al fin en las salas comerciales de nuestro país de la mano de Tilikum, su protagonista: una gigantesca orca que ha matado a varias personas durante su largo periodo en cautividad.

El limbo genérico por el que circula Blackfish está estrechamente relacionado con el variado contenido argumental del filme. Si bien su naturaleza de documental puro y duro resulta más que evidente, la cinta llega a adquirir el tono propio del thriller más intenso cuando los acontecimientos narrados así lo requieren. De este modo, su estructura conduce al espectador a través de un torbellino emocional que intercala hábilmente dos grandes bloques: uno primero centrado en la tortuosa vida en cautiverio de los grandes mamíferos marinos y las peligrosas —para animales y cuidadores— consecuencias tanto físicas como psicológicas que conlleva; y un segundo bloque enfocado hacia una explotación de la fauna marina repleta de negligencias por parte de las grandes compañías de ocio y los procesos judiciales a los que se vieron sometidas a raíz de los aterradores acontecimientos que narra la película.

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Resulta indiscutible la intención moralizante de Blackfish. Un documental de estas características no puede hacer menos que introducir el dedo en la herida lo más profundamente que le sea posible para intentar remover conciencias, y su directora Gabriela Cowperthwaite ha alcanzado el meritorio logro de conseguir una firmeza absoluta en su discurso sin caer en los pantanosos terrenos del maniqueísmo fácil y los recursos lacrimógenos. Cowperthwaite huye de florituras audiovisuales y logra generar una proximidad con el espectador utilizando impactantes imágenes de archivo capaces de erizar el vello al público más curtido, y conduciendo la narración mediante sencillas entrevistas a todo tipo de implicados en la historia de Tilikum y sus congéneres en cautiverio.

Dichas entrevistas constituyen el punto fuerte de Blackfish. Pese a buscar la pluralidad absoluta de testimonios y mostrar un discurso objetivo y en absoluto adulterado, es complicado hallar a lo largo de todo el metraje de la cinta más de un par de declaraciones que no muestren arrepentimiento y desazón por el trato, visto a posteriori y tras años de maduración, que se dieron a los animales. Las lágrimas de algunos entrevistados al recordar ciertos pasajes de la vida de Tilikum no transmiten en ningún momento la necesidad de aportar drama artificial al filme; todo en esta cinta es real, duro y desasosegante.

Blackfish no es un obra en absoluto sencilla de digerir. Temas tan tristemente cotidianos como la tortura, la privación de la libertad, o la explotación se ven proyectados sobre el mundo animal creando un relato sólido como una roca, terrorífico y tremendamente emocional a partes iguales. Una vez has caído en sus redes, el filme consigue, en cuestión de minutos, humanizar hasta límites insospechados a un cetáceo de cinco toneladas y, en consecuencia, que llegues a dudar de la supuesta condición superior de la especie humana. Esto convierte a Blackfish no sólo en uno de los mejores documentales que se han podido ver últimamente, sino en un mensaje a difundir a los cuatro vientos por todo aquel que se haya sentido vulnerado por los horrores a los que le ha expuesto esta maravillosa e imprescindible película.

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