Audrey the Trainwreck (Frank V. Ross)

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Ron Hogan es un chico de 28 años que cada día que pasa se ahoga en silencio un poco más. No pide auxilio, porque entiende que es el único de sus amigos que se despierta todas las mañanas con esa sensación de vacío y poco podrían hacer por él. De hecho cada vez lo entienden menos, pasando a ser en ocasiones un extraño malhumorado. No odia su trabajo, pero de igual manera le aterra saber que no desprecia un puesto profesional que lo anula como persona. Pasa su tiempo libre en citas con chicas por internet, donde mete toda la carne en el asador para conseguir diálogos ingeniosos y sentirse a gusto, tanto, que suele fracasar.

La cosa cambia cuando conoce a Stacy, una chica que parece estar atrapada en la misma rutina que él, con sus mismos problemas e inquietudes. Juntos, se apoyan para logar superar su descenso en silencio a la mediocridad de vida que parecen condenados a llevar.

Estamos en una de esas películas que se ha catalogado como «mumblecore» dentro del cine independiente americano, lo que quiere decir algo así como el ala izquierdista radical del partido comunista. Presupuesto ínfimo, cámara al hombro, espacios no artificiales, normalmente interiores, actores desconocidos y muchas veces rodado en digital. Pero bien entendida, esta forma de rodar, más que género o etiqueta, saca petróleo de sus limitaciones. Sólo hace falta observar el uso del corte en las transiciones para entender el modo ahorro que tiene la película. Y funciona, pues logra meternos aún más si cabe en la cabeza de Ron, al cual intuimos sus inquietudes para lograr identificarnos en una de las últimas escenas.

La rutina es presentada de tal forma que sólo nosotros como espectador podamos atribuirla al mal que acecha en Ron y en Stacy. Alrededor, nadie parece percatarse de la continua pequeña derrota que son sus vidas. Sólo el incipiente acercamiento entre ellos logra mantenerlos firmes sin perder la cordura en un mundo del que no se sienten parte. Y este romance es presentado sin espectacularidad ni regodeándose en su química, ni siquiera de manera con drama o giros de por medio. Es una mínima historia de amor, como tantas en el día a día del mundo real.

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Porque la cinta huye en todo momento de la vistosas, llamativas y hasta coloridas historias de amor. Su tono bascula entre el drama y unos toques de humor secos, como son el inicio y el final, logrando de alguna manera hacer una historia circular.  Pero ante todo, su tono crea un relato intimista y cargado de malestar, donde las palabras que sueltan los demás son presentadas como vacías y pretenciosas.

Este malestar que sobrevuela todo el tiempo es la clave de la cinta y nos regala algunas escenas irónicas, como la de la fiesta de la novia con sus amigas, donde se ve más a las claras lo desubicada que se en encuentra Stacy.

Finalmente, la idea de comenzar de nuevo gracias a la relación está presente en un final que aprovecha todo el silencio acumulado en dos escenas donde los personajes se sinceran y descargan todo su miedo al vacío que los anula poco a poco como si fuera una enfermedad.

Una película con pretensiones sencillas que cumple a la perfección, apoyado en unas buenas interpretaciones y en mostrar un ambiente enrarecido y oculto para las personas que de alguna manera forman parte de la vida de los protagonistas, salvo el compañero de piso de Ron.

Una de esas cintas que tienen imposible la llegada a nuestro país salvo la importación o un festival como el Americana que nos brinda la oportunidad de saborear una buena peli que va de pequeñita pero que merece mucho más reconocimiento del que pudiera parecer.

Es volver a aquellas ideas noventeras del cine independiente, a esa generación de slackers que oprimidos por una vida rutinaria pero considerada “buena” se destruían por el camino el coco y el alma. Es verdad que siempre podrán ser acusados de hijos burgueses sin aspiraciones en la vida y quejicas de tres al cuarto, pero lo cierto es todo en la obra potencial la autenticidad del relato.

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