A estación violenta (Anxos Fazáns)

A estación violenta abre con el plano de una separación en forma de rito. La playa de madrugada y cinco cuerpos desnudos que se sumergen en el agua como si de la celebración de un tiempo pasado se tratase. Más allá de su voluntariedad, esa estampa marca una mirada nostálgica que Anxos Fazáns establece mediante el retorno a unos espacios que evocan tiempos pretéritos y el reencuentro inesperado entre Manuel, escritor en ciernes, y dos viejos amigos suyos, Claudia y David.

La desnudez de los cuerpos que impulsa el contexto en el que se desarrolla la película, y el modo en como la cineasta gallega los filma, a través de planos cortos y pegajosos que nos acercan de alguna forma a las interioridades de esos personajes, queda complementada a partir de los escenarios en que se mueven. Por ejemplo, el caos latente que habita en la casa de Manuel describe tanto una marcada carencia de sentido en el plano físico, en su día a día, como una desorientación vital que parte de la pérdida de rumbo latente en el retrato generacional realizado por Fazáns. Una exposición, la de esa realidad acentuada por los espacios, que se traslada también a otros lugares como esa casa donde se hospedan David y Claudia —bordeada por una suerte de melancolía que complementa la aparición del personaje interpretado por Laura Lamontagne— o el piso del camello que le suministra droga a Manuel —cobijado por un aspecto sombrío que orienta las apariciones del personaje en el film—.

La crónica dispuesta por Anxos Fazáns refleja en los ambientes frecuentados por los protagonistas una cierta forma de echar la vista atrás, encontrando en la vía de la nostalgia una evocación en la que huir de un futuro incierto y desalentador. Los ambientes nocturnos de bareta y drogadicción o los conciertos al aire libre en los que se desprenderse de ese pesar —«tienes la sonrisa triste», le dice Claudia a Manuel tras su primer (re)encuentro— no son más que escenarios a partir de los que recomponer una añoranza con la que escapar de la agonía reflejada en el rostro de sus personajes. Es por ello, quizá, que A estación violenta busca huir de todos aquellos elementos más explícitos o dolorosos —la enfermedad de Claudia, la adicción de Manuel—, y es que el desazón que pretende reflejar se esconde en las expresiones y cuerpos de los protagonistas.

En ese sentido, la exploración realizada por la cineasta, concentrándose en esos cuerpos —en ocasiones lánguidos, a veces desnudos, otras en un estado de distensión— e imprimiendo en el sonido la exposición de un universo frágil, no se comprende sin ciertos elementos que perfilan el periplo vital de los personajes que frecuentan la obra.

Antes de iniciar la proyección, Fazáns describía su film como uno de esos trabajos sensitivos en los que hay que perderse. Y es precisamente a lo que invita A estación violenta, una cinta que no se ofusca ante un retrato por momentos tan amargo, y que se abre, invitándonos a perdernos entre los efímeros acordes de un concierto a media tarde a orillas del río, o frente a un vaivén donde las relaciones parecen etéreas, en el que nada parece perdurar.

Hay, de hecho, un momento en el que los protagonistas vuelven a la playa, de noche. David incita a sus compañeros, invitándoles a tirarse al agua con él, como evocando un tiempo pasado, reproduciendo un instante de felicidad fugaz. Acceden, pero ya nada es igual. Todo queda suspendido en un gesto a través de las miradas agotadas, tristes, reprimiendo un agónico grito que, resistiéndose a emerger, finalmente llegará.

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