Hiena: el infierno del crimen (Gerard Johnson)

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¿Cuántas películas existen que aborden temas tan sombríos como el narcotráfico o la trata de blancas? ¿Cuántas que cuestionen la integridad del cuerpo policial? La respuesta, en ambos casos,  es muchas, muchísimas. La segunda cinta del británico Gerard Johnson parte, pues, con un hándicap importante: que está, en principio, muy vista. Y, sin embargo, funciona con una eficacia asombrosa, casi como si nos estuviera hablando de todas esas cuestiones por primera vez. Es cierto que el cine policíaco ha ido reinventándose a lo largo de su historia, hasta alcanzar una última etapa marcada por un naturalismo sucio inteligentemente aliñado con arrebatos esteticistas, caso de la trilogía danesa Pusher. Pero Johnson, claramente deudor de esta nueva forma de entender el género, se las apaña para facturar un thriller criminal febril y progresivamente apasionante que, lejos de inventar nada, al menos consigue construirse algo parecido a una personalidad propia, dotando a su personaje principal (un mayúsculo Peter Ferdinando) de una humanidad zaherida y compleja que acaba imantando la pantalla.

Transitando un territorio moral difuso y espinoso, donde la ley y el crimen dialogan, conspiran y se acaban confundiendo, nuestro hombre se verá paulatinamente atrapado en el infierno de los bajos fondos londinenses (recreados en pantalla con apabullante realismo: tipos y escenarios poseen una inquietante veracidad). A través de su peripecia y de su esfuerzo por desenredar una madeja demasiado intrincada alrededor de su propio cuello, el director plantea un relato moral repleto de claroscuros que alcanza su punto álgido en un final deliberadamente abierto que tiene algo de la astucia narrativa del John Sayles de Limbo, salvando las muchísimas diferencias que las separan. A efectos metafóricos, podríamos decir que Johnson convierte el último plano de la película (un primer plano memorablemente sostenido por Ferdinando) en un angustioso interrogante presto a ser descifrado libremente por el espectador. El vía crucis previo que ha atravesado el personaje, tanto en un sentido físico como moral, tiene su conclusión en esa tensa espera final en la que parece calibrarse la culpa y el peso del pecado que éste acarrea, también su verdadera altura moral llegados a un punto tan crítico.

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Lejos del martirio religioso que se autoinfligía el Teniente corrupto de Ferrara, el protagonista sí acaba no obstante padeciendo, como Harvey Keitel, por los errores cometidos, luchando finalmente por redimirse y hacer lo correcto en un mundo regido por la violencia y el engaño, cuyos efectos contaminantes (y aquí podríamos aludir a otro referente lejano como Sidney Lumet, acordándonos por ejemplo del Sean Connery de La ofensa) hacen mella en su integridad ética, ya muy baqueteada por las tentaciones de la corrupción y el dinero fácil. En cualquier caso, lo interesante radica en el tono denso y bronco que Johnson imprime a la narración; en su hiperrealismo con fugas a una toxicidad ambiental agobiante y ominosa (muy determinada por la narcótica banda sonora y por esos ambientes nocturnos viciados, alumbrados por turbias luces verdes, azules y rojas).

Es inteligente, asimismo, que pese a su escritura visual a medio camino entre la urgencia naturalista y la fascinación estética (el uso de la cámara lenta enrarece gratificantemente el relato), Johnson no ceda al regodeo en la sangre y el morbo vagamente amparados en coartadas artísticas. Sin evitar momentos de una violencia truculenta y brutal, decide filmarla de un modo no estrictamente frontal, incluso elusivo, haciendo que esta aparezca en muchos casos de forma insinuada o esquinada, sin que ello rebaje un ápice su impacto o el malestar que provoca en el espectador. Y, cuando prefiere abordar un registro más explícito (caso de la escena más sórdida de la película, la de la violación), lo hace sin pudores y con cortante efectividad, cargando a la cinta de un mal rollo justificado.

El resultado es, pues, una película intensa y visceral, con algo de esa ferocidad impredecible que también posee el cine de otro británico (Ben Wheatley; puede que no sea casual que los dos protagonistas de Kill List, Neil Maskell y MyAnna Buring, estén presentes en el reparto), y que, en su retrato del lado menos amable de Londres y sus mafias (en este caso, la turca y la albanesa), consigue cuajar una narración tan turbia como atrapante, al tiempo que saca a la luz las miserias de una sociedad esencialmente corrupta y violenta. Un policíaco, en fin, desesperanzado y poderoso que merece la pena ver.

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