El último rey (Nils Gaup)

La épica vikinga no es algo que sea lejano (o, por lo menos, ajeno) a Nils Gaup, pues el cineasta noruego, autor de otros títulos tan interesantes del cine nórdico de finales del siglo pasado como La cabeza sobre el agua —que más tarde obtendría un remake con Cameron Diaz y Harvey Keitel a la cabeza—, ya había descendido a ese descarnado y cruento universo con su ópera prima, una Pathfiner, el guía del desfiladero que además le llevaría a obtener su primera (y, hasta ahora, única) nominación a los Oscar como Mejor película de habla no inglesa. Quizá por ello El último rey se presentaba como una oportunidad inmejorable para reavivar una carrera que desde sus mejores momentos —precisamente encarnados por los films citados con anterioridad— no había dejado de dar bandazos: desde intentos fallidos (como Estrella del norte) hasta thrillers (la más reciente Glass Dolls), pasando por el cine familiar (con En busca de la estrella de Navidad). Un periplo que, en definitiva, le había apartado incluso de focos internacionales cada vez más centrados en otros autores más constantes y consecuentes como Erik Skjoldbjærg (el autor de Insomnia), Hans Petter Moland o Erik Poppe.

El último rey, sin embargo, adolece de todas las virtudes que podía poseer aquella seminal Pathfinder, e incluso cae en terrenos no sólo tristemente conocidos, también presos de una inanidad patente en prácticamente todos y cada uno de los elementos del film: de la estética —no hay, ni a través de sus escenarios, ni a través de su tratamiento, un ápice de lucidez que aporte propiedades fuera de lo común— a la escritura —su guión está concebido por y para ser manejado desde un terreno placentero; incluso ciertos personajes (los de Nikolaj Lie Kaas o Pål Sverre Hagen, ambos contrastados y actores de calidad) no van más allá de la simple caricatura—, pasando hasta por la narrativa —su empeño por querer detallar cada componente, desde el emotivo (por fallido que resulte) hasta el racional, sólo logra dotar de disparidad al relato—. No es que, en ese sentido, nos encontremos ante una obra mal concebida desde sus cimientos; El último rey podrá poseer muchos defectos, pero tras ella se advierte al menos el oficio de un cineasta con unas cuantas décadas a sus espaldas, y ello sirve para respaldar el que quizá se siente como uno de los principales atractivos del film, que no es otro que esas secuencias de acción que elevan ligeramente el listón e incluso difuminan una tosca crónica para poner su epicentro en aquello de lo que precisamente huía Pathfinder: el espectáculo más estéril. Un espectáculo que lleva aquel mundo abrupto, en el que se palpaba una angustia desprendida tanto de la propia construcción realizada por el cineasta como del modo de filmar e implementar el frío e inclemente paraje nórdico —aquí sólo empleado para trazar panorámicas decorativas y un tanto insustanciales—, a una zona de confort inesperada por su poco sentido del riesgo. Hecho que, de todos modos, ya advierte mediante su libreto en los primeros compases el film de Gaup, pues su arranque no es otra cosa que un popurrí de ideas mal llevadas a cabo con el motivo de que el espectador obtenga la información más elemental del modo más concluyente y cuanto antes. Un paso atrás, no se sabe si por la poca confianza depositada en el público o por la simplificación de un objetivo que termina siendo demasiado pobre como para sustentar un film por sí solo.

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