Drácula de Denise Castro (Denise Castro)

Después de Salvación, un exploit de Crepúsculo hecho desde un romanticismo exacerbado y, por qué no decirlo, algo naïf, esperábamos con gran expectación el nuevo trabajo de la directora. Y más cuando, de forma provocativa, añadía su nombre a su nuevo proyecto: Drácula de Denise Castro. Algo que resultaba especialmente chocante por la inevitable comparación con el referente de Drácula de Bram Stoker por Francis Ford Coppola. ¿Estaba Denis Castro poniéndose a la altura del director norteamericano? En todo caso una declaración de principios que nos ponía alerta al respecto de un producto que sin duda vendría marcado por un sello muy personal e intransferible.

Desde luego este Drácula nada tiene que ver con adaptaciones anteriores en cuanto a reproducción de la historia y en lo que se refiere al formato sino que, a través de su exiguo aunque sintético metraje, se postula como una vuelta de tuerca del género, preocupándose más por la reflexión irónica sobre el fenómeno fan del vampirismo y su desacralización. Todo ello bajo el foco de un sarcasmo autoconsciente sobre la propia realizadora y su visión y metodología del cine de bajo presupuesto.

Un proyecto que, bajo la apariencia de ‹making-of› de la preproducción de la película en sí, contiene una dosis muy elevada de sentido del humor sardónico, de mala leche, y de bofetones variados hacia la crítica salvaje contra su primera obra. De hecho no faltan referencias a Salvación y no solo por contar con su actor principal, sino por el comentario continuo sobre ella. El mejor resumen está en la frase «dejad de dar el coñazo con Salvación». Todo un manifiesto de la hartura que produce el tener que sacar a la palestra, para lo bueno y lo malo, el título de marras, como si la nueva película no tuviera entidad (e identidad) propias para ser reseñada por sí misma.

Denise Castro, omnipresente en un ‹in & out› continuo, se muestra tan ilusionada como desencantada, tan idealista como cínica. Lejos queda pues el romanticismo almibarado. Aquí estamos ante un «máscaras fuera» que pone de relieve el «todo por un sueño» a lo Nicole Kidman en la película homónima de Gus Van Sant. Sí, hablamos de producción y de vampirismo, y la mejor manera de hacerlo es convertirse ella misma en una parábola del fenómeno. Denise no chupa sangre para vivir, lo que absorbe es todo lo necesario para su meta; Pasaportes, dinero y chantajes de toda índole le sirven para poder dar sentido a su único objetivo vital: el cine de género.

No faltan tampoco en el guión las demoledoras sentencias al respecto del cine de presupuesto de guerrilla. Se denosta el material usado, la distribución y el público potencial no con el ánimo de menoscabar desde dentro el producto sino con el ánimo de hacer reflexionar, desde un humor metarreferencial, el menosprecio apriorístico que se hace de este tipo de películas desde la crítica sesuda. Un recurso parecido al de la última pelea de gallos de Eminem en 8 Millas de Curtis Hanson. Es decir, te escupo todo lo malo que tienes que decir de mí, en este caso de mi obra, y ahora a ver que cuentas que no sepamos ya.

En definitiva, Drácula de Denise Castro nos habla del Vampirismo desde otra perspectiva, la del ser humano como perpetrador de saqueos, robos, burlas y estafas para poder seguir con sus objetivos vitales. Como si el mal fuera el único motor motivacional que le permite seguir adelante. Un film pues cínico, profundamente negro tras su trasfondo de divertimento sardónico. ¿El hombre es un lobo para el hombre? No, es un Vampiro, y su nuevo «déjame entrar», su nuevo castillo, su nuevo carruaje, su nueva capacidad de metamorfosis se halla tras la cámara. El cine como colmillo, como sed insaciable.

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