Walter Hill… a examen (II)

El cine de Walter Hill siempre ha mantenido cierta correlación con el cine de acción. No hablamos ya de la inaugural Límite: 48 horas, que diera la primera bocanada a las llamadas ‹buddy movies›, ni de títulos como Danko: calor rojo o incluso su ópera prima El luchador, cuyos nexos con el cine de acción se podían divisar con claridad, sino de otros títulos que, enmarcados en géneros que no tenían porque tener necesariamente una relación directa, terminan hallando en sus entrañas lo que ya viene siendo un sello característico de Hill.

Encontramos así en cintas como el western Forajidos de leyenda o el thriller La presa ciertas connotaciones que las llevan precisamente a ese terreno, al de un cine que Hill, aunque (en ocasiones) por sus fueros, ha frecuentado durante toda su carrera. Ahí están las secuencias de acción de la cinta protagonizada por los Carradine y Quaid para demostrarlo, concebidas como si de una obra enmarcada en ese terreno se tratara.

No obstante, su segundo trabajo, una Driver protagonizada por Ryan O’Neal, es quizá uno de los casos más curiosos durante el inicio de la carrera del cineasta californiano: construida como si de un polar francés (la idiosincrasia del protagonista, su trasfondo criminal, esa presencia femenina…) se tratara en su practicidad, parece bullir en sus capas más profundas un cine que co-habita precisamente con la acción, no tanto por unas escenas de persecuciones que en ocasiones incluso parecen esterilizadas aunque terminen surtiendo el mismo efecto que si no lo estuvieran, sino más bien por la contundencia de la que hace gala en general esta Driver.

Ello lo hallamos precisamente en las características de un personaje central cuyo nombre no conocemos en todo el film. Hecho este que no parece casual y que nos pone ante una figura solitaria, de inquebrantables principios y sangre fría, que a su vez actúa de modo impasible y seco, haciendo de esa parquedad de palabras una extensión propia de su carácter. Su principal compañero, la soledad, no turba precisamente a nuestro protagonista, denominado por su antagonista, el detective que le intenta dar caza, «cowboy motorizado» (otra vez más, se vuelve a mostrar la inquietud de Hill por mezclar géneros, quedando patente ello en una de las últimas secuencias de Driver) cuando en realidad se percibe todo lo contrario de ese excéntrico título en sus facciones: intenta no levantar suspicacias, de su boca sólo salen las palabras que deben y el cuidado con el que selecciona sus trabajos no es el de un loco del volante.

Esa personalidad tan particular surte efecto y se traslada a las propias entrañas del film, haciendo que Driver posea un tono mucho más frío, incluso clínico, de lo que podría parecer a simple vista. Su presentación, en ese sentido, es toda una declaración de intenciones: quince minutos de metraje y lo único que hemos escuchado son dos conversaciones de refilón, una de ellas en la que ese conductor deja claro cuales son sus condiciones de trabajo y lo inflexible que se muestra con ellas.

También sorprende una planificación de lo más depurada, donde las relaciones entre sus personajes centrales parecen predeterminadas y sus movimientos definidos por una línea imaginaria. Es increíble, pues, ver como se puede llegar a desarrollar una conversación entre la magnética Isabelle Adjani y Bruce Dern (ese detective que persigue a nuestro conductor) como si ambos conocieran sus posiciones de antemano, aunque no por ello resulte necesariamente artificial la escena; más bien al contrario: en esos desplazamientos perfectamente cronometrados se esconde la audacia de unos personajes que miden cada paso al milímetro y que escudriñan a su polo opuesto tanto con la mirada como con los diálogos, hecho este que se manifiesta especialmente en cada uno de los movimientos realizados por ese detective, que incluso llega a retar al conductor cara a cara invitándole a aceptar un desafío cuasi definitivo.

Por otro lado, su fotografía logra reforzar esa atmósfera con esos contrastes tan característicos de las calles donde las luces que iluminan la vía contrapuestas al asfalto le confieren un halo distintivo que Philip H. Lathrop ensalza con una magnífica labor en ese ámbito. El cuidado en la composición del plano, incluso cuando se suceden las secuencias de mayor acción (Hill no abusa en exceso de los planos cortos para suscitar tensión, incluso sostiene planos generales con un pasmo inaudito), redondea ese trabajo llevándolo a otro nivel y, por consiguiente, compactando mucho mejor el tono del film.

De esas persecuciones que aparecen a regañadientes y hasta tienen un magistral parapeto a media película con la soberbia escena del parking, cabe destacar además de su composición la potente personalidad que destilan, llegando a su culmen en unos últimos minutos donde en el interior de un almacén se sucede una de esas maravillas a las que uno no asiste más que en contadas ocasiones (los coches escudriñando el lugar, y esa batida final), en el que tanto la banda sonora (unas notas casi ahogadas de jazz resaltando) como potencia de la imagen secundan uno de esos momentos impagables.

Driver constituye una de esas cintas donde todos los factores parecen tocados por la varita de un auténtico creador nato (la dirección de actores es portentosa, con una Adjani espectacular y un O’Neal que, reconozcámoslo, nunca ha sido un gran actor, cumpliendo a la perfección, la mixtura es perfecta y no chirría, las formas complementan perfectamente el libreto del propio Hill…) que, a la postre, terminaría siendo referencia, entre otros, de un título como la laureada Drive de Nicolas Winding Refn, lo cual evidencia que si Driver continúa encandilando a fans del género a día de hoy no es por una exaltación de un mito como el que fue Hill en sus días (con cintas de culto como The Warriors o Calles de fuego tras de sí), sino más bien por la calidad intrínseca de una propuesta que posee más cine y perspectiva del que muchos querrían para sí.

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