El peculiar cineasta canadiense Guy Maddin ha dirigido más de una treintena de películas, entre largometrajes y cortometrajes, aunque destaca especialmente por la gran cantidad de cortos que tiene en su haber. La mayoría de sus trabajos cinematográficos tienen la constante de la mixtura de géneros y formatos, en los que recrea el aspecto y la sensación de los años veinte del siglo pasado, con claras reminiscencias del expresionismo del cine mudo y de los principios del cine sonoro bajo su particular prisma, caracterizado por la experimentación vanguardista fuera de las normas narrativas, estéticas y estructurales del cine convencional, y un sentido del humor irreverente y pasado de vueltas que acopla a temáticas utilizadas frecuentemente a modo de clichés en el cine clásico. Siempre al amparo de pequeños formatos cinematográficos como el super 8, los 8mm, y los 16mm, el inconformista e imprevisible autor canadiense tiene un apego muy grande a Winnipeg, la aislada población que le vio nacer, a la que le dedicó uno de sus trabajos más logrados, My Winnipeg, y también es el escenario de la cinta que nos ocupa, producida por Atom Egoyan, otro ilustre cineasta canadiense, e inspirada (imagino que muy libremente) en un guión de Kazuo Ishiguro, un escritor británico de origen japonés que fue el autor de la novela Lo que queda del día (que a priori parece en las antípodas del estilo del canadiense).
Entre su nutrida filmografía destaca la denominada trilogía de la auto-ficción que el creador winipegués define como «Me Trilogy», formada por Los cobardes se arrodillan (2003), Brand Upon The Brain! (2006) y My Winnipeg (2007), tres largometrajes con pequeños tintes autobiográficos con el nexo común de estar protagonizados por un personaje con el mismo nombre y apellido que el director, interpretado por tres actores diferentes (uno de ellos es el propio Maddin). Tampoco tiene desperdicio keyhole (2011), su última rareza, en la que dio el salto digital, y da la sensación de divagar de un modo desmedido y «lynchiano» en lo que puede representar para una persona los diferentes habitáculos de una vivienda a través de una historia de fantasmas. Entre sus innumerables cortos, unos más inspirados que otros, sobresalen el trepidante The Heart of the Word, amparado en un simple plano/contraplano, con el cual nos muestra en seis minutos la historia de dos hermanos enamorados de una misma mujer que luchan por ella con el objetivo añadido de salvar el mundo; un pequeño y divertido homenaje sonoro a la figura de Roberto Rossellini (protagonizado por su propia hija) en My Dad Is 100 Years Old, y Mándame a la silla eléctrica, un trabajo en el que varios individuos realizan un extraño ritual ante Isabella Rossellini en una silla eléctrica.
Ambientada en 1933, en las profundidades la Gran Depresión, The saddest music in the world arranca con una especie de curandero o hechicero que tiene un luctuoso presentimiento sobre el destino de un productor de cine arruinado, pero éste no le hace mucho caso y se burla de sus presagios. A continuación nos presenta a una ricachona baronesa sin piernas, dueña de una prestigiosa marca de cerveza, quien organiza un concurso con fines publicitarios, aprovechándose de la ley seca en el vecino país del tío Sam, para encontrar la música más triste del mundo. Músicos de lo más variopintos de todo el planeta llegan a la fría Winnipeg para tratar de ganar el premio de 25.000 dólares. Entre los participantes se encuentran tres hombres pertenecientes a la misma familia que no mantienen una gran relación: el productor del principio, que fue un antiguo amante de la baronesa, acompañado de su novia actual, el hermano del productor (con quien éste mantiene una fría relación desde que le robó su querida caja de música hace diez años), y el padre de ambos, quien también tuvo una historia romántica con la baronesa, y fue el responsable de sus amputaciones, que veremos en un divertidísimo flashback en los primeros compases de la película: tras un accidente de coche de ésta, intentó salvarla, completamente ebrio, utilizando sus dotes de médico, pero terminó amputando la pierna buena y dejó a la baronesa en su maltrecho estado actual.
La película, pese a ser la obra de Guy Maddin con mayor presupuesto (3,8 millones de dólares) está filmada en unos escenarios que no pretenden disimular en ningún momento que se trata de un estudio de cine. La música es una parte esencial en esta travesura fílmica: por un lado está la orquestal y vibrante partitura de Christopher Dedrick, que ayuda a la portentosa ambientación visual de la época recreada de la que presume la cinta. y también enfatiza el peso de las penurias provocadas por la Gran depresión sobre sus habitantes. De todos modos, la música predominante es la que aparece en el concurso, mostrando el contraste entre las diferentes culturas participantes, que van desde la música popular rusa, la mexicana, la de Broadway, gaiteros escoceses, flautistas del Siam, percusionistas africanos, grupos de flamenco, o violonchelistas serbios. El concurso es expuesto como una mezcla entre una competición deportiva y una gala musical televisiva de ésas que producen tantos escalofríos, con los altavoces estridentes con los comentaristas soltando sus chistes sobre los participantes, y el habitual público devorador de cerveza de aquellos tiempos en los que el alcohol corría libremente en los eventos deportivos. La apología del alcohol no termina aquí: los ganadores de cada ronda descienden en un tobogán de metal que los arroja a un enorme cubo de cerveza. Maddin añade unos carteles a la pantalla antes de cada duelo con el nombre de los participantes como si fuese un partido de un mundial, acentuando aún más su divertido perfil competitivo, que unido a las miradas retadoras entre los participantes, y la bocina crispante que indica la entrada de cada contendiente, le otorgan un cariz aún más perverso.
A pesar de no perder un ápice de su marciana y anárquica personalidad, Maddin deja la sensación como si aquí hubiese querido acercarse ligeramente a las masas con su largometraje más accesible, principalmente por presentar una trama más definida y menos abstracta de lo habitual, a la que ayuda sobremanera el uso de unos diálogos que suelen brillar por su ausencia en buena parte de sus propuestas en beneficio de un narrador. Muchos son los adjetivos que vienen a la mente para definir el universo del director canadiense, y muy especialmente el de esta alucinada cinta: onirista, atrevida, delirante, grotesca, lírica, fetichista, paradójica, divertida, original e intrigante. Las obsesiones temáticas del director winipegués están presentes en todo momento: desmembramientos, el hockey sobre hielo (su padre fue el manager general del equipo de Winnipeg), la amnesia (que ya trató de un modo mucho más desconcertante en Arcángel), la violencia de las relaciones humanas, el tratamiento atrevido del sexo (aunque en esta ocasión aparece más moderado que de costumbre), las complicadas relaciones familiares, el amor y su pérdida, los recuerdos del pasado, y la esperanza, aunque sea a través de la melancolía, y con su peculiar sentido del humor por bandera, que en esta ocasión se sustenta en una exageración de los instintos más primarios, y en el uso del certamen como una analogía deportiva, política y cultural.
El director canadiense no se olvida de lanzar una mirada satírica y audaz hacia la influencia del imperio cultural de los Estados Unidos, y su relación con la vecina Canadá. Ambos hermanos son canadienses, pero mienten sobre su nacionalidad, y son anunciados como representantes de Estados Unidos y Serbia. El arruinado y oportunista productor es el único del trío familiar que carece por completo de sentimientos, y representa a la perfección la imagen mercantilista estadounidense, creando espectáculos plagados de fuegos de artificio y sentimentalismo para ganarse el favor del público, y sobornando a los músicos de los países más pobres para facilitar el anhelado trofeo. Sin embargo, su melancólico hermano (ataviado con una vestimenta y un velo muy siniestros) vive con el recuerdo permanente de la muerte de su hijo y el abandono posterior de su esposa; mientras que el padre de ambos no parece haber superado el percance con el cual dejó sin piernas a la baronesa, y en un desesperado intento de reconciliación diseña unas inquietantes piernas de cristal repletas de su marca de cerveza.
Las actuaciones están en consonancia con la época cinematográfica que retrata, la del comienzo del cine sonoro, en la que las interpretaciones desconcertaban por su elevado expresionismo en un momento en el que la aparición del sonido no requería de tales aspavientos. Mención especial para la pareja de actrices: Isabella Rossellini (quien se convertiría en su principal musa después de esta primera colaboración) en el que posiblemente sea su papel más bizarro por su particularidad física, con un personaje que parece renacer con una mirada radiante (que recuerda inevitablemente a la de su madre, Ingrid Bergman) y con una explosión de felicidad cuando recibe sus extremidades cristalinas y cerveceras; y la bella María de Medeiros en el rol de la novia del empresario, quien además ejerce las funciones de cantante con voz angelical en su espectáculo. La actriz portuguesa cuenta con unos ojos ideales para el expresionista mundo de Maddin, y su personaje amnésico también da mucho juego cómico a la narración, ya que según sus propias palabras cuenta con una solitaria en su interior, y asevera que siempre se guía por lo que le dicta su parásito. Mientras que los tres actores masculinos representan a la perfección a unos personajes con una personalidad bien marcada y diferenciada. Los cinco protagonistas han sufrido algún tipo de trauma que ha marcado sus vidas, aunque cada uno lo expresa de un modo completamente diferente.
Maddin no esconde en ningún momento sus influencias estéticas: Méliès, el montaje de la vanguardia soviética, Dreyer, Murnau, Cocteau, el Buñuel surrealista y Welles. Entre sus referencias más contemporáneas destaca esencialmente la figura de Lynch (una influencia reconocida por el canadiense) por el tono experimental y marciano de sus proyectos, pero también hay fases en los que remite al desparpajo humorístico de los Monty Python más bizarros. Como en todos sus filmes, destaca la potencia visual gracias a su dominio de la técnica, la composición de la imagen, y un detallismo enfermizo en el uso de las luces y sombras. The saddest music in the world está filmada principalmente mediante planos medios y cortos, en su mayoría en un granulado blanco y negro con diferentes tonalidades según la escena, y con los bordes difuminados, además de los habituales efectos de cámara y montajes de ritmo acelerado de sus cortometrajes, y el uso de filtros deteriorados para dejar una sensación similar a la que se produce cuando los negativos están quemados, y una voluntaria mala sincronización del audio. También utiliza diferentes recursos narrativos y formatos entremezclados. La pantalla se tiñe de azul en las partes que implican los recuerdos del pasado, y en las fases oníricas se torna rojiza; mientras hay otros momentos en los que aparece plenamente el color del cine contemporáneo de un modo chillón, e incluso hay algunos pasajes que remiten a los primeros documentales del cine. Se trata de una propuesta que debería atraer formalmente a los incondicionales del cine mudo y clásico, pero debido al carácter excéntrico y transgresor de su creador, puede resultar una experiencia traumática para éstos.
A pesar de las claras influencias estéticas que nos transportan a un melodramático mundo bicolor, las obras de Maddin huyen de la nostalgia que suele acompañar en este tipo de proyectos, añadiendo un alto componente fantástico, que unido a la locura de sus seres, otorgan un cariz contemporáneo, e incluso futurista. Esa mezcla anacrónica entre pasado y vanguardia postmoderna es uno de los mayores encantos de un autor muy especial con el cual no suele haber término medio a la hora de enfrentarse a sus proyectos (se le ama o se le odia, siempre con fervor). Se le puede acusar de desigual en algunos pasajes, como suele suceder con la mayoría de autores poseedores de una prolífica carrera en el cortometraje; pero aquí, y en la mayoría de sus largometrajes que he tenido el placer de ver, consigue un relato imprevisible y desconcertante, plagado de grandes momentos, humor absurdo e ideas muy trabajadas y conceptuales. Un creador de universos voluntariamente artificiosos e improbables que se rigen por su propia lógica y reglas, en los que da gusto perderse; aunque hay que reconocer que puede resultar una experiencia agotadora y excesiva para los no iniciados en su particular proceder.