Superposition (Karoline Lyngbye)

En una de las primeras intervenciones que realiza Teit en el podcast que decide grabar junto a su pareja, Stine, una escritora en busca de inspiración, aboga por una franqueza en torno al tratamiento del material sobre el que pivotarán esas sesiones que expone ya la deriva de una relación que no pasa por su mejor momento —algo que la cineasta refuerza asimismo con secuencias aisladas, como la de esa abrupta escena de sexo al aire libre—. No obstante, la sinceridad a la que apela el protagonista masculino se antoja un agente de lo más complejo, en especial teniendo en cuenta que todo parece haber tomado un rumbo cuya inestabilidad antecede a cualquier otro estado.

Karoline Lyngbye explora las coordenadas de un vínculo maltrecho, en aras de recomponerse mediante la escapada temporal que realizarán ambos con su hijo a una casa en un moderno refugio de montaña, y lo hace desde los parámetros de un fantástico que por momentos deviene en thriller pero que ante todo tiene clara una direccionalidad desde la cual construir los cimientos de un ejercicio que no se siente todo lo estimulante que debería en su faceta genérica. Y es que si bien la cineasta construye una suerte de suspensión de la realidad alimentada por secuencias aisladas que constituyen algo más que un mero espejismo, el espectador se va viendo inmerso en un relato más predecible y menos turbador a cada minuto que pasa, derivando en una suerte de inerte espera hasta el inevitable y esperado giro.

Si bien ello no constituye, no obstante, un ‹handicap› al resultar quizá el aspecto más obvio del film, que pese a todo obtiene un tratamiento acorde y destila una intriga meritoria, Superposition expone un tratamiento psicológico por momentos un tanto torpe que no hace más que empeorar una vez llegados al ecuador del film. Así, aquello que podría devenir en una incursión genérica de lo más sugestiva de saber jugar las cartas y disponer esa inestabilidad ya esbozada durante sus primeros minutos, termina en un vaivén que ni siquiera sabe administrar sus (a priori) ventajas: esto es, una dualidad que se dirime en diálogos y situaciones de lo más burdos, llegando incluso al punto de dibujar una nada, un peligroso punto de no retorno que se terminará concretando en una de las secuencias más insignificantes tanto por su presunta falta de trascendencia como por su ridículo trazo.

Todos esos inconvenientes, significantes pero en cierto modo excusables —más allá de algún momento aislado como el citado anteriormente—, devienen prácticamente el menor de los problemas ante una discursiva que parece estar extendiéndose y que encuentra en esa (llamémosle así) consciencia de clase burguesa que ostentan cada vez más ciertos productos un auténtico muro: no tanto por la conexión que pueda dejar de establecer el espectador, sino más bien por una problemática que se dirime, en lugar de ante sentimientos, ante unos intereses que terminan siendo lo más pueril que se podría deducir de una obra que pretende explorar emociones, sopesarlas y, en apariencia, otorgarles una resolución a la altura de las circunstancias. Algo que, como es obvio, en Superposition no sucede, y que tampoco halla justificación ni en una presunta (y vaga) veta genérica que termina desperdiciando para colmo de todos los males.

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