Sesión doble: Siete años de mala suerte (1921) / Cinemanía (1932)

Los genios del gag visual llegan a nuestra sesión doble (casi muda) con dos nombres a tener muy en cuenta: por un lado el del galo Max Linder, que dirigía a inicios de los años 20 su primer largometraje con Siete años de mala suerte; y por otro, el de un icono del cine mudo, Harold Lloyd, que se uniría a Clyde Bruckman (quien ya co-dirigiera El maquinista de la general junto a Buster Keaton) para rodar Cinemanía.

 

Siete años de mala suerte (Max Linder)

Quizá por no haber conseguido el éxito que esperaba tras su llegada a Estados Unidos allá por 1916, tal vez por coincidir con genios imperecederos del séptimo arte como Buster Keaton o Charles Chaplin —quien reconoció que había encontrado en él una influencia esencial para dar sus primeros pasos en el mundo del cine— o incluso puede que por una muerte prematura, el nombre de Max Linder ha quedado siempre en un segundo plano en lo que a comedia silente se refiere, inspiración para toda una generación y germen de bifurcaciones ineludibles para el género como el ‹slapstick› (también conocida como comedia física).

Siete años de mala suerte supone el primero de los dos largometrajes que Linder rodaría a su regreso a USA, y en él se atisba el potencial de un cine de endiablada narrativa, una puesta en escena llena de intencionalidad y todo tipo de recursos con el objetivo de acometer una comedia tan audaz como imaginativa. Y es que, ante todo, los mecanismos empleados por Linder van en busca del propósito más elemental: divertir al espectador. En ese sentido, el film del cineasta francés no se somete a pretextos que puedan entorpecer el desarrollo de una obra que incluso por momentos se deja llevar por el absurdo y se inclina ante el gag, puesto que su cometido no es otro que el de enhebrar un humor incansable y prácticamente vertebrador de lo que parece suponer Max Linder más que como actor cómico, como autor.

Ese carácter se puede divisar en cómo emplea distintos elementos —desde el mencionado ‹slapstick› en su segunda escena, a un humor visual donde la mímesis se convierte en parte indispensable del mismo, como en ese momento donde Max se cuela en la estación de tren—, pero ante todo queda explicitado en la escena que supone el embrión de Siete años de mala suerte, es decir, esa donde tras la magnífica secuencia del espejo previamente roto —donde queda claro que para Linder la imitación del gesto se antoja fundamental—, el propio protagonista termina rompiéndolo por segunda vez dando pie a la premisa en la que se cimentará el relato: el presagio de mala fortuna que supone tal acción.

Linder se muestra pues como un cineasta habilidoso tanto en el empleo de los espacios a través de esos equívocos indispensables en toda comedia muda que se precie, como en esa mimetización citada, donde desde la reproducción de gestos y conductas hasta la propia caracterización del personaje en algún momento concreto disponen las virtudes de un humor arrollador. Siete años de mala suerte se revela como una pieza que, pese a ciertos defectos —tanto esa abstracción del relato que a ratos termina ofreciendo desvíos algo extraños como lo vago de la resolución de ese último acto no se amoldan al conjunto de la mejor manera—, acuña un cine ágil, atrevido —no teme Linder a los trucajes, véase esa superposición iniciada en la parte superior de su cabeza cuando piensa en si coger o no su caballo— y tan divertido como resuelto que glosa, sin perder en ningún momento su esencia, las claves de un género que terminaría deviniendo, más que una extensión de su propio carácter, una forma de expresión única y perenne.

Escrito por Rubén Collazos

 

Cinemanía (Clyde Bruckman, Harold Lloyd)

Cuando llegó la era del cine sonoro, muchos actores famosos del cine mudo perdieron gran notoriedad en la industria. Comenzaba una nueva estructura cinematográfica que restaba importancia a la sobreactuación y la comicidad visual para beneficio de las voces nuevas y lo musical. En 1950, Billy Wilder lo visibilizó mostrando la derrotada vejez de muchos actores y directores de la industria en El crepúsculo de los dioses, donde la realidad de esas otrora famosas personas asociadas al cine mudo había perdido toda la atención del público y la prensa. Sin embargo, unos 20 años antes de El crepúsculo de los dioses, antes de que los fracasos en taquilla o el olvido sin más llegaran a sus vidas, existió un periodo de adaptación en el que la mayoría de grandes actores y directores del Hollywood de entonces intentaron mantener su éxito, estatus y fama de diversas maneras. En general, la mayoría intentó adaptarse a los tiempos produciendo películas repletas de diálogos y música, aunque otros tantos siguieron haciendo lo que mejor sabían hacer: el gag visual. Ese es el caso de Cinemanía, una película sonora protagonizada y dirigida (junto a Clyde Bruckman) por Harold Lloyd, el actor más taquillero y mejor pagado durante toda la década de los veinte en Hollywood, y el tercer cómico más recordado de la época tras Charles Chaplin y Buster Keaton.

Harold Lloyd, como los otros dos actores nombrados, creó un arquetipo que funcionaba muy bien en el cine mudo y, quién sabe si como confesión, lo intentó adaptar a los nuevos tiempos sonoros en Cinemanía con un personaje que no sabe actuar. Y, como confesión, la verdad, es una película que funciona bastante bien, incluso más allá de la comedia visual, ya que nos cuenta varias interioridades del Hollywood de los primeros años 30 desde la propia experiencia, mostrando algunos de los efectos secundarios de la llegada de la sonoridad en los rodajes. Así, algunas de las anécdotas del veloz personaje de Harold Lloyd (que sigue siendo un desastre) intentando convertirse en actor, vistas en retrospectiva, a veces hacen más daño que risa, si aceptamos el papel casi confesional, hablando el idioma de la comedia sobre un drama: el de las similitudes entre la persona real y el personaje de la película, que se nos presenta una y otra vez como un muy mal actor sonoro y un tipo bastante torpe. De hecho, la cuestión de la identidad es parte esencial en el entuerto de Cinemanía, más allá de la precisión física del actor. En realidad, la actuación de Lloyd es bastante más sutil y matizada de lo que esperaba, incluso cuando se intenta mostrar excesiva o desmesurada. Al contrario de lo esperado, equilibra el personaje que todo el mundo conoce a través de la cultura popular y le añade más profundidad y sustancia con una naturalidad más propia de los nuevos tiempos que de los antiguos.

Si bien puede que Cinemanía no supere la calidad del cine mudo protagonizado por Harold Lloyd, su capacidad para generar momentos de comicidad y sonrisas es innegable. Su mayor pecado, también propio del momento en el que se produjo, es que hay demasiada cháchara que no aporta gran cosa, aunque sea la excusa para poder añadir los gags. En cualquier caso, es una película encantadora, llena de malentendidos y con un desarrollo interesante y multitud de escenas divertidas e ingeniosas. No es perfecta, no todas las escenas han soportado el paso del tiempo (puede que ni en la fecha de estreno), pero el encanto del cine mudo permanece y, después de casi 100 años, también de este cine sonoro diferente. Gracias, también y en parte, a que la voz del actor no desafina y, al contrario, en realidad coincide bastante con lo que uno esperaría que fuera a tener el personaje que toda la vida había interpretado Harold Lloyd.

Escrito por Alberto Mulas

 

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