Sesión doble: Homicidio (1961) / El rostro de la muerte (1976)

El ‹slasher› llega a nuestra sesión doble para advertirnos de los peligros de la familia, y lo hace con un nombre que a buen seguro gustará a más de uno, el de William Castle y su Homicidio, y con un título, El rostro de la muerte de Alfred Sole, que también posee suficiente que ofrecer a los espectadores más avezados del género. Siéntense, pasen y disfruten.

 

Homicidio (William Castle)

No es de extrañar que éste, primer ‹slasher› dirigido por William Castle (que antes de sumergirse a pleno pulmón en el cine de género dirigió varios films, tanto ‹noirs› como westerns), haya desencadenado cuantiosas comparaciones con la obra de Hitchcock Psicosis, pues además de conservar ciertas similitudes a nivel de historia, se aleja meridianamente de lo que por norma general se ha entendido por ‹slasher› (de hecho, hay quienes no consideran la cinta del genio británico perteneciente al subgénero) y nos introduce en una cinta de carácter más psicológico que tiene en el propio asesinato una herramienta más que lúdica, narrativa para construir entorno a ella la trama del film.

En su inicio, un ligero travelling introduce una secuencia que Castle finaliza hábilmente con el primer plano de un objeto: una muñeca. Como no, entorno a ese objeto se desarrollarán algunas de las aristas de esta Homicidio, hecho por otro lado habitual en el cine de terror que nos llevará directamente al seno de un conflicto familiar descrito con agudeza: los primeros pasos de sus protagonistas desvelan mediante diálogos algunas rencillas que suponen una información necesaria para el espectador, y es que el neoyorquino es uno de esos tenaces cineastas que cuenta con la presencia del espectador y sabe a la perfección hacía quien se está dirigiendo.

Antes de ello, sin embargo, y en sus primeros compases, Castle nos presenta a una rubia que, con su llegada a un hotel, hará una extraña proposición a uno de los botones del mismo; proposición que aceptará al no tener nada que perder y sí un buen fajo de billetes que ganar. A partir de ese momento, y en una escena donde el jugueteo con el material que tiene entre manos se hace patente, todo derivará hacía un lienzo que, como apuntaba antes, resulta mucho más psicológico.

Una danza de personajes se dará cita de este modo en pantalla y, pese a las evidencias, el regodeo con todos y cada uno de los elementos harán sospechar a más de uno que nada de lo que está aconteciendo en pantalla sea lo que realmente sucede. No obstante, el autor de La mansión de los horrores emplea esa baza con inteligencia y se dedica a suministrar información casi a regañadientes, como si tras todo ello se escondiese un tono desenfadado que, quizá no se palpe en el ambiente, pero denota ciertas ganas de divertirse, de no someter al espectador a cierta presión pero si a un juego interno que el propio Castle redondea con ese reloj superpuesto a la imagen justo cinco minutos antes de concluir el film a través que aconseja al público más miedoso abandonar la sala. Si quieren un buen consejo, no la abandonen: siéntense, gocen y, si es menester, ni pestañeen con una de esas cintas que hará las delicias de los seguidores del género… y de los que no, también.

Escrito por Rubén Collazos

 

El rostro de la muerte (Alfred Sole)

De algunos profesores se destilan enseñanzas únicas. Una vez aprendí que citar la belleza interior no era más que una estimulante alabanza a los intestinos. Es una certeza que nos lleva al más supremo error, como el propio título original de la película, porque nadie ve en Alice dulzura o transparencia, ni siquiera el ávido espectador que busca los chorros de sangre y maldad en unas pupilas que entablan una relación exitosa con el vacío.

Existe la preocupante creencia por parte de los directores de la época que una niña que empieza a menstruar es a la vez una víctima de sus alteradas hormonas y una latente asesina sin compasión, por tanto, no puede ser una mera coincidencia que en el mismo año se editara también la conocida Carrie (Brian de Palma), a la que no se le pueden sacar más similitudes en sus entrañas y ni más caminos opuestos en sus formas. En Alice Sweet Alice (Alfred Sole, 1976) va más allá del ‹slasher› al no ser el centro de atención la muerte alternada de protagonistas y las intrigas de un culpable al que nos quieren vender en un principio y arrebatar posteriormente, con un característico vestuario, si no por su indómita blasfemia eclesiástica en la que la pureza femenina es la principal víctima, con todas sus consecuencias.

La belleza (visual) no es el fuerte de la pequeña Alice, que estando en una edad de conflictos, tiene secretos que no permite compartir con nadie. Su entorno se forma por una madre devota del joven cura que tanto las aconseja, una linda hermana que llama la atención por su naturaleza y un inquilino opuesto, sucio y obeso, que se convierten en armas contra la inocencia decadente de la niña. Es el primer asesinato por tanto el más espectacular y con el que se vierte toda la energía del film, al implicar a la iglesia, al cuerpo de Cristo y la espeluznante imagen de la lengua de Alice, que queda marcada por opiniones personales y odios sin raciocinio, además de mostrar la fuerte capacidad de los pulmones de la correcta madre (Linda Miller) y la insensatez de la aún más correcta tía.

Se tiñe de luto la imagen y la vida de todos los implicados y comienza una lucha de apariencias al personarse el padre ausente y dar protagonismo a los cuchillos de carnicero y el disfraz, tan inspirador siempre para los asesinos en serie, esta vez en forma e chubasquero amarillo y máscara de querubín pintarrajeado, con la que jugar a adivinar las verdaderas reacciones faciales de quien la lleva puesta. Jugando con las investigaciones y las muertes a sangre fría de este entorno, la cámara baila en dos direcciones, mostrando detalles que dan salida a la sexualidad de la niña y las castas costumbres de acérrimos cristianos, un juego entre el bien y el mal que sirve para destapar un final halagador y demostrar que hablar de intestinos frente a jóvenes feúchas, no es tan inapropiado como dejarlas sin comulgar.

Escrito por Cristina Ejarque

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *