Sesión doble: Otesánek (2000) / Una invención diabólica (1958)

Nos fijamos en el ‹stop motion› en esta nueva sesión doble con dos directores imprescindibles para comprender esta revolución artística y cinematográfica cuidada al milímetro. Se trata de Una invención diabólica de Karel Zeman y Otesánek (El pequeño Otik), una de las maravillas del checo Jan Svankmajer que tan bien sabe aunar ‹stop motion› e imagen real. A continuación, los dos textos.

 

Otesánek — El pequeño Otik (Jan Svankmajer)

Probablemente, la figura que más ha popularizado el ‹Stop Motion›, una técnica que simula el movimiento de objetos estáticos a través de una secuencia de imágenes fijas, manipulando un objeto plano a plano, haya sido la de Jan Švankmajer, un autor muy influyente, vinculado al movimiento surrealista de su Checoslovaquia natal, que desde sus inicios se ha caracterizado por el uso de la técnica que homenajeamos en esta sesión doble, compaginando animación con imagen real. En sus películas siempre ha usado como personajes a una gran variedad de objetos caseros, que cobran una peculiar vida con su animación tan característica.

En Otesánek (El pequeño Otik), película basada en un cuento de hadas infantil de su país, el director checo cuenta con una estructura algo más convencional que en el resto de sus obras de larga duración, debido a la renuncia a sus habituales experimentaciones con la narrativa en la que suelen converger diversas historias que son expuestas sin seguir una pauta cronológica. La aparición del ‹Stop Motion›, aunque tiene una presencia importante, es menor que en el resto de su filmografía (y, muy especialmente, que en la de su etapa en el cortometraje).

Nos encontramos ante una sátira social menos caótica que otros filmes de Švankmajer, pero igual de reflexiva, en la cual nos habla sobre la imposición de la sociedad para tener descendencia y una educación preestablecida para nuestros hijos, y hace hincapié en que cuando alguna circunstancia se anhela con tanta vehemencia y se convierte en el leitmotiv de nuestra existencia, todo es posible; incluso la magia. El director de Comida, Alice y Faust continúa recreándose en sus obsesiones preferidas: el ciclo de la vida, la falsedad que mueve las relaciones sociales, el deseo sexual, los sueños y visiones, la casquería, el aislamiento, el egoísmo y la manipulación. Todo ello impregnado con su sentido del humor retorcido, tan característico y su talento para perturbar notoriamente y provocar carcajadas en una misma escena. Una comicidad que se detiene en la vertiente más patética de sus personajes, recreándose en los sonidos desagradables que éstos crean a la hora de comer, a través de primeros planos que ponen especial énfasis en el lado más grotesco del ser humano. Por otro lado, hace un uso voluntario y excesivo del maquillaje que propicia que las personas se asemejen a los muñecos animados de sus cortometrajes más antiguos.

En sus primeros compases, la obra está atorada de secuencias oníricas desconcertantes por parte del padre del tronco, con los bebés de protagonistas, que sirven para señalar la obsesión que tiene la pareja por no poder tener descendencia, y más adelante hay otras más incómodas que, probablemente, no pasarían el filtro censor de esta era moralmente mojigata y políticamente correcta que nos ha tocado vivir en los últimos tiempos.

La fase más apasionante es la protagonizada por el bebé tronco cuando es alimentado, cuya vestimenta le otorga un aspecto tan tierno como irreverente, y cobra vida mediante la citada técnica; usada principalmente para animar a la criatura y la bragueta del anciano pervertido que se comporta como si fuese el mítico hombre de los caramelos.

Durante la primera mitad hay un evidente aroma al desequilibrio mental del personaje de Lady Leño de Twin Peaks, aunque lo más seguro es que David Lynch se inspirase en el cuento de hadas que adapta el filme checo. Precisamente, Švankmajer parece haber tomado prestadas algunas situaciones extravagantes del bebé de Cabeza borradora, el debut del director norteamericano, para esta joya rodada en el año 2000, que, bajo mi humilde opinión, supone su largometraje más logrado junto a Los conspiradores del placer.

Escrito por Pep S. Ledoux

 

Una invención diabólica (Karel Zeman)

Adaptando la novela Ante la bandera de Julio Verne, uno de los primeros largometrajes del checo Karel Zeman es también una de sus obras más reputadas. Su historia narra el secuestro de Thomas Roch, un científico, y de su asistente Simon Hart, por una banda pirata comandada por un malvado multimillonario, cuyo propósito es crear un arma de destrucción masiva. Narrada desde el punto de vista de Hart, la película es especialmente recordada por su portentoso y elaborado trabajo de animación, que como es costumbre en varias de las obras del autor, mezcla con actores y objetos reales, creando escenarios en los que la continuidad entre uno y otro medio es casi perfecta.

De hecho, probablemente el hallazgo visual más imponente de Una invención diabólica sea esa habilidad para reproducir las texturas y la escenificación de los grabados de la era victoriana, generando una ilusión en la que el mundo, que parece irreal y dibujado, engloba a los personajes. Zeman lo lleva incluso más lejos porque sus actores posan, se mantienen en posiciones concretas o se mueven de forma que se armonizan a la perfección con su entorno. Con influencias en el uso y concepción de la animación que se pueden trazar fácilmente a los efectos especiales de Georges Méliès, esta cinta logra algo que parece imposible: una mezcla de ambos medios en la que el contraste inevitable es reemplazado por un híbrido que tiene mucho de ambos y que funciona con sus propias reglas, con sus elementos perfectamente cohesionados en una puesta en escena brillante.

Pero no termina aquí la exhibición de fuerza estética de la película, porque la que nos ocupa contiene también dibujos, collage, marionetas y ‹stop motion›, todo mezclado y magníficamente integrado en la que es seguramente una de las obras de animación de técnica más variada jamás realizada, y que en su conjunto apela a una diversión experimental que combina particularmente bien con el espíritu de descubrimiento y fascinación de las obras de Julio Verne, la magia en pantalla de Méliès y el lenguaje propio de Zeman. Secuencias como la de la observación del mundo submarino son sin duda la muestra más clara de la filosofía creativa de un filme que parece enteramente concebido para estimular la imaginación y la abstracción mental.

Asimismo, como era de esperar en una adaptación de una obra del estilo, la ambientación de Una invención diabólica está repleta de maquinaria estrambótica, a la manera de la ciencia ficción victoriana. Particularmente memorable es el submarino articulado que aparece muy avanzada la cinta, pero los diseños de máquinas voladoras, acuáticas y submarinas y la presencia constante de globos aerostáticos y vapor sitúan y recrean a la perfección la imaginación de esa época, y sirven como nexo entre aquella y la estética steampunk de aparición posterior.

Ante semejantes muestras de creatividad, el desarrollo narrativo es algo de mucha menor importancia, y se conforma sin problemas con una historia servicial, sencilla y necesaria únicamente para poner en contexto todas sus imágenes. Sin embargo, que este aspecto de la cinta llene menos y resulte menos llamativo no significa que se descuide en absoluto, y también tiene hallazgos muy interesantes. Uno de mis favoritos es el retrato del personaje de Roch, quien es tratado con una cierta inocencia benevolente, satirizando la figura del científico como alguien asocial y empeñado en desentrañar los mecanismos de la realidad pero aislado de su inmediatez y de las consecuencias de sus investigaciones. Aunque este es un cliché común, la forma en que lo hace, sin convertirlo en un loco obsesionado o en un inconsciente, le añade una dimensión por la que resulta más eficaz su desarrollo posterior. Esa candidez infantil, al contrario de lo que puede parecer, no compromete la acidez satírica que rodea a este personaje, sino que combina ambas eficazmente en una atmósfera de cuento en la que las dos tienen sentido, alejado de las convenciones del mundo real.

El resto de elementos de la narración cumplen sin problemas, aunque también, inevitablemente, arrastran la cinta a un acabado que por momentos se siente carente de alicientes, sobre todo en comparación con su estética. Lo mejor que se puede decir de ella en este punto, y no es poco, es que, aunque sí hacen que el interés y la atención puestos en ella resulten algo irregulares, nunca llegan a molestar ni distraen del mérito, ni mucho menos permiten que la fascinación global por esta magnífica obra visual decaiga.

Escrito por Javier Abarca

 

Un comentario en «Sesión doble: Otesánek (2000) / Una invención diabólica (1958)»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *