Segundo premio (Isaki Lacuesta, Pol Rodríguez)

Ya desde un buen inicio (y a través de esos carteles que nos sitúan —Granada XX— y delimitan el carácter de la propuesta —Esta no es una película sobre la (leyenda) de Los Planetas—), Segundo premio apela a una naturaleza tan juguetona como esquiva, asumiendo que, ciertamente, nos encontramos ante un ‹biopic› centrado en la mítica banda granaína, acatando de algún modo algunas de las reglas implícitas para con el género, pero asimismo deslizando un sentido del humor que desarticula con constancia esa propensión en torno a las reglas no escritas desde las que se articula un ‹biopic›. De ello se encarga, en parte, esa voz en ‹off› con la que vulnera la propia ficción —puesto que, por más que estemos ante un ‹biopic›, no hay que obviar que, esté quien esté tras las cámaras, todo constituye un proceso de adaptación del relato original, las veces convertido en poco menos que un bosquejo—, llegando a reescribirla, rectificando datos o acontecimientos concretos, y dotando así de un cariz que bordea lo meta al ejercicio dirigido por Lacuesta y co-dirigido por Pol Rodríguez; no hay en ello, pues, una necesidad de interpelar al espectador rompiendo deliberadamente la cuarta pared, sino de superponer datos dependiendo del testimonio en cuestión, constituyendo una propuesta que se define con gestos tan en apariencia nimios como al fin y al cabo definitorios.

Esa reescritura, acuñada como una forma de subvertir los propios tropos del ‹biopic›, revistiendo su estructura de elementos ajenos así como cuestionándola, conecta además a la perfección con la consecución de un tono que se modula en torno a la diversidad de sus pasajes pero, ante todo, debido al prisma poliédrico que los cineastas aplican al relato, encontrando en él una amplitud genérica que no hace sino enriquecerlo y llevarlo a lugares inesperados desde los que desarrollar sus constantes; una construcción que se cimienta en la notable labor artística, siendo capaz de transformar espacios y condensar ambientes con una facilidad inusitada, potenciando el trabajo de su director de fotografía, Takuro Takeuchi, que termina recogiendo estampas ya no sólo impropias del género, sino que además atraviesan la ficción dotando de una emotividad propia a determinados pasajes, que se alzan alrededor de un trabajo capaz de brindar momentos de un magnetismo fuera de lo común. En ese contexto, la música de Los Planetas —que además obtiene voz propia en la narración al complementar esa crónica a través de las letras elaboradas por el ‹frontman› de la banda, Jota— cobra un papel especialmente relevante, llegando a reformular secuencias que traspasan la pantalla para adquirir un cariz distinto.

Segundo premio constituye de este modo un ejercicio que subvierte expectativas a través del lenguaje, modulando con tenacidad cada uno de los minutos que componen el largometraje de Lacuesta y Rodríguez, y siendo capaz además de tejer instantes que desbordan talento e imaginación y que, de un modo u otro, expanden ese universo en varias direcciones, atesorando un valor que ante todo se desliza de su ausencia de límites. Pero no todo funciona en torno al jugueteo establecido por ambos cineastas, y es que ante un film como Segundo premio se antojaba clave ahondar en las relaciones entre los distintos personajes, y si bien en ese aspecto también surgen esos mecanismos que dotan al film de un carácter diferencial —véase esa secuencia entre Jota y May en el bar, magistralmente planteada—, es necesario resaltar ese retrato realizado que establece tanto las sinergias de la banda como sus contradicciones, algo a lo que contribuye un elenco verdaderamente inspirado, que incluso encuentra en dos actores debutantes como Cristalino o Mafo una vía desde la que explorar esa relación. Estamos, en definitiva, ante una obra que actúa con total libertad, no sólo explorando vías correlativas al género en el que se engarza y dotándolo de una personalidad inequívoca, sino también alejándose de un aura, de una cierta sacralización, en torno al objeto de deseo, en esta ocasión la banda granadina, para constituir un auténtico halo ilusorio en el que pronunciar la palabra leyenda no es sino consecuencia directa de un imaginario donde resuena con fuerza la verdadera historia de aquello que en algún momento devino algo más que una mera narración popular.

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