Michael Haneke… a examen

Con el reciente estreno de Amor nuestro director de la semana no podía ser otro que el austriaco Michael Haneke. Para analizar a uno de los autores con una de las mayores proyecciones de los últimos años, escogemos su debut y los dos trabajos que le seguirían condensados en la llamada “Trilogía de la glaciación emocional”, que incluye títulos a menudo pormenorizados en la carrera de un cineasta que ya demostró en sus primeros pasos atesorar una visión y un pulso que hacen de El séptimo continente, El video de Benny y 71 fragmentos de una cronología del azar tres títulos a reivindicar sí o sí.

 

El séptimo continente

Inspirado en un caso real que leyó en la prensa, el debut cinematográfico de Haneke nos muestra 3 años en la vida de una acomodada familia austriaca, compuesta por un matrimonio y su hija pequeña. La típica familia aburguesada que tantas veces nos ha presentado el director austriaco: el padre en una empresa científica, la madre tiene una óptica a su nombre y la simpática niña se encuentra perfecta de salud, aparentan ser la envidia del vecindario, pero en esta ocasión hay algo oscuro en la existencia de estos seres, que será más evidente cuando bien avanzado el metraje comiencen a actuar de un modo diferente con la preparación de un auténtico festival nihilista.

Haneke se centra durante la mayor parte del film en las acciones cotidianas mostradas de un modo deshumanizado, distante, y sin apenas interacción emocional entre los miembros de la familia, que son expuestos como máquinas, con las que tiene una predilección metafórica en este deprimente debut. Seremos testigos de su monótono ritual de existencia siempre con la presencia espectral de una foto con su idílica Australia: lavarse los dientes, darle de comer al pez, la compra de alimentos, su elaboración e ingestión, el movimiento de un limpiaparabrisas en un túnel de lavado de coches, e incluso el sexo, que también es presentado de un modo casi burocrático. Curiosamente, la vida para estos seres se presenta como un auténtico suplicio, mientras que su descorazonador proyecto aparece como una solución redentora.

Todas estas acciones son mostradas con un abuso exagerado de los tiempos en cada plano, voluntariamente repetitivos, largos y tediosos, de un modo entrecortado utilizando frecuentemente fundidos en negro (como hiciera en la posterior Código Desconocido) que pueden provocar la exasperación en el espectador hasta que toma conciencia del funesto devenir de los acontecimientos, pero que se hacen necesarios para enfatizar la desgarradora representación de la imposibilidad que tiene esta familia de dar sentido a la vida fuera de sus rutinarios actos.

La cámara de Haneke expone unos seres fantasmagóricos que parece que no tengan rostro, centrándose en otras partes del cuerpo, como las manos, que nos remiten a El dinero y Pickpocket, 2 de las obras más destacadas de su admirado Bresson, su mayor reconocida influencia junto al italiano Antonioni, al que también recuerda por el vacío existencial de sus protagonistas acompañado de esos colores grisáceos, tan gélidos y fríos. El austriaco incide en el aburrimiento inquebrantable de lo cotidiano y del entorno familiar y su desintegración como referente institucional, sin olvidarse de la hipocresía y la falta de valores que provoca la sociedad capitalista contemporánea sobre su población. Para ello, hace especial hincapié en la presencia de la televisión (paradójicamente, el único elemento que se salva del destrozo masivo en el tramo final) y la radio en nuestra sociedad, que aquí siempre aparecen tratando sobre los mismos sombríos temas: guerras, crímenes y religión.

Haneke tiene predilección por hacer sentir incómodo al espectador, y  transformar la cotidianeidad en un auténtico infierno. Aquí, como siempre, indaga en la conciencia del espectador, lanzando multitud de cuestiones que requieren de su participación activa, y sienta las bases de lo que han sido los temas recurrentes durante toda su filmografía.

Escrito por Pep S. Ledoux

 

El video de Benny

¿Por qué hablamos tan poco del vídeo de Benny? —frase que a menudo me viene a la cabeza. ¿Por qué al encontrar a un declarado fan de Haneke se acaba siempre hablando de La pianista, Funny Games, Caché o La cinta blanca? (dentro de poco estaremos hablando de Amor).

El vídeo de Benny (Michael Haneke, 1992) es el ecuador de la llamada “Trilogía de la glaciación emocional”, precedida por El séptimo continente y cerrada con 71 fragmentos de una cronología del azar. En ella observamos los devaneos de Ben (Arno Frisch, que volvería a helarnos la sangre girándose a cámara y guiñándonos un ojo de manera cómplice) un chico de 14 años de familia acomodada que posee una cámara de vídeo.

Haneke explota la fascinación que ejerce éste ya cada vez más obsoleto formato, el del vídeo. Es en cierto modo curioso que sea una de las más convencionales cintas del austríaco. Se experimenta poco con el guión, sobre todo teniendo en cuenta la radicalidad de los extremos de la trilogía: la historia que se cuenta tiene un protagonista claro (aunque esto también puede ser objeto de discusión) y a su vez una estructura en tres actos. A pesar de que es una película sobre vídeos (o películas) no se juega con la cuarta pared ni la metaficcionalidad. Pero Haneke siempre tiene un ojo puesto en el espectador, al que no dejará de ninguna manera sentado tranquilo en su butaca.

“Pero ¿Dónde están los padres?” Al ver lo atroz e impasible que puede llegar a ser nuestro protagonista adolescente, las miradas se vuelven rápido a los progenitores en busca de respuestas y Haneke no tiene miedo a girar la cámara para mostrárnoslos. Con ello, el director aumenta la inquietud de un espectador que sigue sin encontrar ninguna respuesta clara; un pobre espectador que no encuentra al padre violento y alcohólico ni a la madre ausente y drogodependiente. Eso sería demasiado sencillo y no generaría mucho debate.

Si uno busca críticas a esta película, encontrará un punto común en tan variopintas formas de ver la misma historia: el ya mencionado afán de encontrar respuestas. Necesitamos saber los motivos. ¿Los muestra Haneke? ¿Están impresos de algún modo en la pantalla? ¿Hay tantas respuestas como espectadores? No diría tanto, pero El vídeo de Benny da qué hablar. Y, creedme, uno ha de enfrentarse al vídeo de Benny. Ya, a título personal, digo que ha sido una de las pocas películas que ha llegado a ofenderme y por eso le tengo tanto un especial cariño. Mucho más allá de lo que puede suponer el juego de Funny Games, donde se marea al espectador en la butaca con los límites de la ficción y con su propia culpa por estar visionando la cinta, se ha de hablar de El vídeo de Benny. Pero precisamente por no tener tanto de experimento como de retrato de una sociedad enferma, del vídeo de Benny sólo podemos hablar en voz baja y mirando al suelo.

Escrito por Pablo Von Pelluch

 

71 fragmentos de una cronología del azar

La trilogía con que Michael Haneke inició su carrera cinematográfica culminaba sólo cinco años después en 71 fragmentos de una cronología del azar, una trilogía que nos hablaba sobre la sociedad moderna y que en este último título cobraba tintes casi clínicos al detenerse en muchos de los aspectos que delimitan y definen precisamente esa sociedad, y que Haneke observa de un modo cuasi aséptico al ofrecer precisamente lo que propone el título del film, 71 fragmentos que nos muestran pequeños retales y vivencias de cada uno de sus personajes para arrojar temas como la incomunicación, la alienación y el distanciamiento en un marco en el que a la postre resultará determinante ese retrato debido al negro destino que les deparará a algunos de sus personajes.

Basada en hechos reales y partiendo de la matanza acontecida en un banco a cargo de un muchacho normal y corriente, Haneke expone una galería de personajes en la que encontramos a un niño rumano que ha cruzado la frontera austriaca ilegalmente, a una pareja que acogen en adopción a una chiquilla, a un joven que parece absorto entre sus propios juegos y los que le proponen sus amigos y a otra pareja entre la que el diálogo no parece especialmente fluido. En ese contexto, y ante la más que patente ausencia comunicativa, los gestos cobran vital importancia en el film del austriaco, que los emplea precisamente para dar a entender todos aquellos aspectos de las diversas relaciones que se sustentan en el film y que a la postre ofrecen ese cuadro prácticamente clínico acerca de la sociedad.

Que la cinta de comienzo con la emisión de unos informativos cuyas noticias no poseen aparente relación con el caso que va a relatar Haneke no es precisamente casual, y es que en ese marco expuesto por el autor es cuasi necesario comprender a la sociedad como un ente morboso en el que el concepto de ventana indiscreta cobra una fuerza inusitada y donde mucho antes que Funny Games ya empezaba a exponer la insensibilización hacía la violencia de un espectador que en 71 fragmentos de una cronología del azar es capaz de omitir esos pequeños detalles en forma de noticiarios hasta que realmente le atañen cuando la ficción pasa a formar parte de ellos.

Es así como la divergencia entre realidad y ficción (además de con esos bruscos cortes a negro) actúa distanciando al espectador en una cinta donde las consecuencias vuelven a salir a flote como un duro golpe con el que Haneke golpea tras un proceso de introspección que si bien nos habla nuevamente sobre una sociedad cuyos individuos parecen aislados (esa plegaria del padre tras levantarse de la cama) del resto de personas, sabe terminar cediendo ante unos últimos minutos tan glaciales como el resto de la cinta, pero más conclusivos e, incluso, secos de lo que cabría esperar.

Escrito por Rubén Collazos

 

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