Matria (Álvaro Gago)

En los anteriores trabajos de Álvaro Gago, los cortometrajes Matria (2017) y 16 de decembro (2019), la denuncia hacia diferentes situaciones de represión o violencia física y sexual sufridas por mujeres se producía bajo un mirada severa que, de alguna manera, chocaba con la voluntad combativa del cineasta. Así, el punto de vista propuesto en 16 de decembro —desagradable y, muy posiblemente, algo provocador— era un gesto fílmico fallido, pero, al menos, arriesgado. En su debut en el largometraje, Gago se limita a reproducir banalmente los esquemas argumentales y formales de lo que muchos tildarían de “cine social”. Imágenes que son herederas directas de los hermanos Dardenne en su capa más superficial; de pulso inquieto, pero de pulsión exánime.

La mediocridad de otros títulos recientes del cine patrio como Farrucas (Ian de la Rosa, 2021) o Ama (Júlia de Paz Solas, 2021) es parecida a la que se encuentra en Matria, película insignificante no solo por la simplicidad de su discurso, sino por la utilización de unos mecanismos formales tan escasos como trillados. Una cámara en mano en la que se regodea incesantemente y de la cual pretende extraer una inestabilidad que no va más allá de la simulación forzosa, artificial y caprichosa de la tortuosa vida de la protagonista, Ramona (María Vázquez), quien es seguida constantemente en un primer plano que deja todo lo demás en fuera de campo, aquello que este cine tan “comprometido” prefiere obviar o, directamente, dejar de lado. Un cine que opta por la denuncia política desde la cobardía expresiva o, dicho de otro modo, quien cree que la clase obrera merece el feísmo impostado de una imagen temblorosa y vacua, un montaje efectista y torpe, y una prosa moralizante.

La puesta en escena de Matria es el despliegue de carencias de un cine que se niega a pensar cuál es la profundidad de sus imágenes. La reducción, en el peor sentido de la palabra, de “lo realista”, que, por supuesto, no pretende aproximarse a “lo real”, sino elevarse moralmente sobre ello a través de la manifestación de un conjunto de valores vanos. Solamente cabe detenerse en el plano de cierre de la secuencia en la que Ramona ayuda al hombre mayor del que cuida a anular su contrato con la compañía telefónica, de una pobreza compositiva y lumínica terrible; las resoluciones en arbitrarios planos-contraplanos de las discusiones entre ella y su hija —por otro lado, otro personaje adolescente estereotipado y desdibujado—; o el intento por ofrecer un desenlace edificante en el plano final de Ramona marchándose en tren.

La depuración visual de Straub-Huillet en un filme como Sicilia! (1999), el abrumador barroquismo de Pedro Costa en En el cuarto de Vanda (2000), la mortificante rigidez de 4 meses, 3 semanas y 2 días (Cristi Mungiu, 2007) o incluso el frenesí de los Dardenne… Exploraciones que no deniegan al cine la posibilidad de desenvolver sus posibilidades expresivas y, por ello, capturan el peso de la historia, la política y el paisaje de una clase obrera que, en cambio, ahora es representada como contenedores de las lecciones éticas marcadas por la agenda política del momento.

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