Desde los juegos infantiles y un elemento que los representa tan comúnmente como el agua nos introduce Claude Schmitz en su segundo largometraje tras las cámaras, pero en lugar de para trazar un contexto desde el que afrontar su obra, más bien para dotar a ese mismo contexto de un significado desde el que cuestionar la realidad propia: no es casual que en ese marco, Lucie, protagonista del film, ensaye asimismo con una espada evidenciando su rol como actriz. Es, pues, a partir de dicho entorno, que también incluye las conversaciones con su madre acerca de distintos ámbitos, aquello que marca una suerte de dicotomía entre los aspectos que rodean la vida de Lucie, y donde el cineasta belga encuentra un punto de partida adecuado para dar inicio a una excepcional aventura que se dirime entre lo onírico, lo metacinematográfico (¿o podríamos decir metateatral dado el caso?) y una realidad urgente, que impele a la protagonista a debatir en su fuero interno entre los asuntos que rodean su día a día.
No obstante, y lejos de ese inicio donde Lucie se ve interpelada por la figura materna, Schmitz no aborda dichas materias desde un punto de vista discursivo o abiertamente reflexivo, sino más bien las aboca a una abstracción que se resuelve entre los diversos parajes que irá visitando el personaje central: primero los solitarios bosques por los que vaga a lomos de su caballo caracterizada como si de una caballera medieval se tratara, encontrando por el camino un par de acompañantes; más tarde (des)armando un universo indefinido para continuar ahondando en todo aquello que rodea su profesión; y por último en un retorno desde el que aprehender lo vivido o, más bien, poder ver en perspectiva aquello que hasta entonces se antojaba quizá inaccesible desde un punto de vista donde los quehaceres y la rutina ahogaban cualquier posibilidad de profundizar en un debate que se termina dirimiendo del modo más sinuoso posible, orbitando entre mundos que no ejercen (a priori) un impulso directo sobre esas cuestiones.
Lucie perd son cheval queda armada así desde las bisagras de un cine de autor escurridizo, que no oculta ciertas tendencias (como ese ‹slow cinema› presente en su primer tercio) residentes en su esqueleto —de hecho, la taxonomía narrativa de este primer tramo bien nos podría retrotraer al Honor de cavalleria de Albert Serra, aunque sorteando esa en cierto modo ironía que trazaba el ejercicio del cineasta catalán, y esgrimiendo motivos más cercanos a un periplo meditabundo y absorto en sí mismo—, y que no deja de indagar en los derroteros de un universo abierto en canal, cuyas referencias y textos no dejan de evocar de alguna manera todo aquello que debe redefinirse o, cuánto menos, ser replanteado desde un prisma que mayormente desplaza Schmitz a través de la voluntad de un cine inasumible, basto como el propio acto de la representación o esos insondables parajes que recorre la protagonista en un inicio, y en especial enigmático, de respuestas exiguas, pues no está en su anhelo ofrecerlas, sino más bien disponer el espacio en el que indagar sobre las mismas.
El segundo largometraje del belga ofrece, pues, una vorágine de ideas entre las que perderse, siendo fácil quedar absorto ante la volubilidad de ese microcosmos que frecuenta Lucie, como salir despedido de un dispositivo que las veces no encuentra su sino, posiblemente en un claro reflejo acerca de la búsqueda de ese personaje central, desvistiendo así uno de esos artefactos —que también puede llegar a derivar en artificio— tan insólitos que terminan por otorgar un espacio donde el espectador puede que se sienta, en última instancia, igual que su protagonista: confundido, perdido e incapaz de rearmar un puzle —en el caso de ella, vital— exigente, pero también fecundo y sugestivo.
Larga vida a la nueva carne.