Lo mejor de Cannes 2019: Parte II

Continuación de Lo mejor de Cannes 2019: Parte I, donde se desvela el Top 5 del festival.

 

5. A White, White Day (Hlynur Palmason — Islandia, Dinamarca, Suecia)

Es difícil no obtener productos de arrebatadora belleza cuando éstos están enclavados en Islandia. Las brumas perennes, la mezcla de verdes praderas y laderas volcánicas o las riberas de los lagos hacen que parezca suficiente plantar la cámara en un lugar aleatorio de su geografía para transmitir imágenes en las que está siempre presente el misterio. Sin embargo, Hlynur Palmason no se limita a ser un registrador de panorámicas, sino que transmite ese sentimiento de fatalidad tan inherente al paisaje del país nórdico a los personajes que protagonizan su segundo filme. No todo es helado en estas tierras del norte, bajo las capas de escarcha arde el fuego de las pasiones desatadas. Un fuego que, a veces, sale a la superficie dejando un rastro de desolación y almas carbonizadas.

 

4. O que arde (Oliver Laxe — España, Francia, Luxemburgo)

También se produce un paralelismo evidente entre la geografía del rural gallego y la fotografía que, de las personas que lo pueblan, realiza Oliver Laxe. Unos y otros parecen juguetes abandonados, retratos amarillentos enclavados en un pasado sin definir, un tiempo en el que el discurrir de los años parece no haber hecho mella. Ambos, bosques y campesinos, viven con el conocimiento de que cualquier cosa, una pequeña chispa, es motivo suficiente para que todo arda. Aquí, más que la pasión desatada por tantos años de contención, parece que sea la incapacidad de hacer frente al destino lo que da origen de la combustión. No es arrebato sino fatalismo, no son los seres rebelándose contra su destino sino siendo conscientes de su incapacidad para liberarse del mismo.

 

3. Jeanne (Bruno Dumont — Francia)

Al igual que sucedía en la primera parte de la biografía que el director francés Bruno Dumont realizaba de la heroína de Orleans, hay canciones para ilustrar momentos concretos de la vida de la Santa, pero incluso esto, el género musical, parece haber sido trascendido por la espiritualidad que rezuma la continuación de la hagiografía. Si en aquélla el Power rock y el Metal marcaban los momentos en los que la inspiración divina guiaban a la joven Juana al combate, en ésta, las melodías casi gregorianas remarcan el martirio que le depara el destino, así como la pureza de sus principios frente al cinismo de sus acusadores. El realizador desnuda de oropeles a sus imágenes para reducirlas al mínimo común denominador de la emoción. Así, sin adornos y sin disfraces, sólo resta la verdad de los ojos y las palabras de la Doncella de Francia.

 

2. Portrait de la jeune fille en feu (Céline Sciamma — Francia)

Es un juego muy evidente el que se puede establecer sobre las imágenes de la nueva película de Sciamma. La historia de la realización de un retrato que es, a su vez, la crónica de un amor destinado a subsistir en el recuerdo, hace referencia tanto a ese retrato pictórico como al cinematográfico que firma la propia directora. Como si en Las meninas de Velázquez se tratara, la misma imagen de la autora puede verse en el reflejo de las llamas que incendian el vestido de su amada. Este juego meta-autoral puede resultar fascinante, pero palidece ante la verdad que se filtra entre sus fotogramas: como la pérdida del amor puede dulcificarse por la contemplación del objeto que representa al ser amado, siempre que uno sea fiel reflejo del otro, siempre que la mentira no se haya colado entre las cerdas de los pinceles.

 

1. Liberté (Albert Serra — Francia, España, Portugal, Alemania)

Creo que la perplejidad que muchos sentíamos tras la proyección de la película de Serra, venía determinada por la levedad con la que el tránsito de sus imágenes había transcurrido ante nosotros. La contemplación de unos cuerpos, hermosos y horribles, igualados por la voluntad de rebelarse ante lo establecido, de una noche en la que el sexo no es objeto de contemplación lujuriosa sino de arma libertaria apuntada contra la sien de lo biempensante, provocó, al menos en el que firma esta crónica, una fascinación voyeuristíca que no se justificaba en lo erótico, sino en lo racional, en la revelación, en la certeza más bien, de que ese viejo invento llamado arte cinematográfico aun tenga la capacidad de sorprendernos y llevarnos a lugares por los que no habíamos viajado anteriormente. Ese bosque, libertino y caduco, era para nosotros una Terra Incognita, un universo lleno de posibilidades todavía por descubrir.

 

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