Lo mejor de Cannes 2019: Parte I

Un año más el Festival de Cannes ha llegado y ha pasado, dejando en su transcurrir por nuestras pupilas cinéfilas, un puñado de imágenes, un corpus de títulos, destinados a formar parte, de una manera u otra, de nuestra memoria visual. Cierto es que hay un Cannes condenado a cubrir ciertas cuotas geográficas, genéricas, de nombres debidos, pero también existe otro festival, uno más alejado de alfombras rojas y fiestas glamourosas, poco coincidente con autores estancados en códigos visuales ajados y no carcomido por las sospechosas vinculaciones con distribuidoras de renombre. Es a ese Cannes, al que no aparece en los reportajes de los noticiarios o en el brillante papel couché, al que, pese a todo, acudimos cada año, sedientos de saber qué es lo que nos tienen que contar esos autores que, seguramente, nunca puedan ser vistos en su centro comercial más cercano.

Para reivindicar ese otro Cannes, ese festival de títulos malditos, inabarcables, difícilmente estrenables, hemos preparado una pequeña lista de obras a seguir. Diez piezas que provocan y estimulan, diez filmes que resumen, dada nuestra forma de entender el cine, todo aquello que una muestra tan gigante como la de la Costa Azul debe ofrecer a los que acuden, ansiosos, a sus arenas.

 

10. Ceniza negra (Sofía Quirós — Costa Rica, Argentina, Chile, Francia)

La directora argentina ya nos prometía en su cortometraje Selva (obra en la que se inspira este largometraje) un cine de miradas y secretos. La llegada de la pubertad se hace carne entre la maraña de la lujuriosa naturaleza costarricense. Descubrir la vida, descubrir la muerte… todo forma parte de un mismo ciclo que, aquí, entre los árboles y el océano, se percibe con asombrosa naturalidad. El cine de Quirós es pura fisicidad. La fórmula que lo resume todo se encuentra en los ojos de Smachleen Gutiérrez (su joven protagonista), en los cuerpos ancianos y rugosos de Humberto Samuels y Hortensia Smith. Cine, en definitiva, que se aprecia sensorialmente: se toca, se huele, se palpa.

 

9. The Wild Goose Lake (Diao Yinan — China, Francia)

El cine de Diao Yinan tiene esa característica, común a otros directores en China, que nos habla, a través de sus imágenes, de un país en perpetuo estado de construcción. Todo parece en tránsito: las carreteras, los mercados, los edificios que se mantienen difícilmente en pie y que se pueblan de extraños seres venidos de algún lugar, camino de otro aun más recóndito. Dada esa percepción de transitoriedad, no es extraño que los principios morales que se imponen sean igualmente líquidos: la ética es un puñado de yuanes conseguidos de cualquier manera, la vida un hálito titilante a capricho de un destino, casi siempre fatal, para los antihéroes que protagonizan sus historias de sombras y amargura.

 

8. Little Joe (Jessica Hausner — Austria, Alemania, Reino Unido)

La directora austriaca Jessica Hausner tiene la rara cualidad de transmitir la misma sensación de alienante frialdad a cualquier historia que lleva a la pantalla. Ya lo hacía con algo tan poco gélido, en principio, como el amor romántico en la fascinante Amour fou. Esa misma sensación de extrañamiento, de caprichosa despersonalización, la lleva ahora a un relato de ciencia-ficción que bien podría recordar a La invasión de los ultracuerpos si al filme de Siegel se le restara de cualquier capacidad dramática. Los incorpóreos huéspedes de nuestra protagonista son (en caso de existir) difícilmente mensurables en su capacidad de transformar el objeto poseído, quizás sólo un poco, exactamente lo justo para balancearse en la fina línea que separa la paranoia del fenómeno paranormal. La duda es el signo de los tiempos, a fin de cuentas.

 

7. J’ai perdu mon corps (Jérémy Clapin — Francia)

Si en su fabuloso cortometraje Skhizein, el animador francés Jérémy Clapin nos hablaba de la alienación que provoca la soledad y el aislamiento con respecto a los demás, en su primer largometraje es la pérdida de los vínculos familiares y culturales lo que aleja a su protagonista de su propia existencia como ser completo. Un filme de aventuras, ciertamente, pero con un sustrato de dolor que recorre, como un río subterráneo, toda la longitud de sus fotogramas. Sólo la voluntad de superar lo que se ha dejado atrás, la recuperación del valor para arriesgarse, para saltar al vacío sin red de seguridad, puede volver a otorgarnos la paz de espíritu necesaria para volver a ser nosotros mismos, de nuevo seres humanos.

 

6. Zombi Child (Bertrand Bonello — Francia)

Dos historias, en principio sin conexión, forman la espina dorsal del nuevo filme de Bertrand Bonello. Una recoge la zombificación de un hombre maduro en el Haití de mediados del siglo pasado, la otra, el secreto sufrimiento de una joven estudiante en un Liceo francés, herida por las flechas del amor. Estos dos relatos, tan lejanos en el tiempo y el espacio, acaban conformando un sólo tronco porque, al fin y al cabo, el amor en muchos casos nos convierte en una suerte de espectros e, irónicamente, es el mismo sentimiento el único capaz de arrancarnos de las garras de la no-vida y de la esclavitud. Así, el hombre y la niña, el negro esclavo y la blanca burguesa, terminan bailando un solo son, una danza hipnótica al ritmo de los tambores del vudú, bajo la mirada mortal del Barón Samedi y el abrazo vital de Maman Brigitte. La vida y la muerte en un nudo inextricable.

 

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