Lo mejor de 2017 por… Martí Sala

El éxito de películas como Manchester frente al mar, Estiu 1993 o Crudo dan buena muestra del agotamiento creativo que hoy en día sufre la gran industria; así como también de la necesaria irrupción de nuevas miradas y talentos. Una fantástica oportunidad para el apartado independiente, que este año nos recuerda más que nunca cuan importante es su existencia y cuanto pueden llegar a sorprender las producciones menos ambiciosas.

 

10 — Personal Shopper (Olivier Assayas)

Olivier Assayas siempre desarrolla sus películas como si paseara por espacios inexplorados. Su mirada observa cada rincón y movimiento, como si él y espectador estuvieran en igualdad de condiciones, preguntándose, reflexionando. Su último trabajo, Personal Shopper, explora los caminos del proceso de duelo y plantea la espiritualidad como una especie de tratamiento placebo. Casi no hay espacio para lo terrorífico ni lo fantasmagórico: Assayas entiende la teología únicamente como una creencia, un objeto cuya existencia depende, exclusivamente, del filtro humano. De ahí que su mirada no se centre en el oscurantismo sino en el día a día de la joven protagonista, con el único objetivo de descubrir cómo interfiere dicha creencia en su vida. En resumen (y como cabía esperar), esta primera incursión de Oliver Assayas en el terreno paranormal se aparta de la linea convencional del género para hablarnos de cuestiones más sociales y existencialistas. Más preguntas que respuestas y más sugerencias que sentencias: Personal Shopper representa la llamada del escepticismo a los goznes del cine de casas encantadas.

 

9 — En realidad, nunca estuviste aquí (Lynne Ramsay)

El último trabajo de Lynne Ramsay es un título de gran capacidad evocadora. Curiosamente, su grandiosidad tiene más que ver con el modo en que retrata los aspectos cotidianos que con su carácter noir y sus (por otra parte, bien defendidas) secuencias de violencia. Las conversaciones entre Joe y su madre son un buen ejemplo de ello, especialmente la que mantienen separados por la puerta del cuarto de baño. Ella haciendo sus necesidades, él dejando caer repetidas veces (y con toda naturalidad) un afilado cuchillo encima de su pie, para retirarlo en el último instante. Una secuencia que bien podría resumir el carácter general de la película: la ternura de unas palabras frente a la violencia de una acción. De hecho, todo el film es un conjunto de secuencias que desprenden ternura, y que, al mismo tiempo, contrastan hermosamente con el carácter salvaje que la recubre. Pero si En realidad, nunca estuviste aquí merece ser recordada es sobre todo por poseer tres elementos difícilmente conciliables: carácter genérico, auto-consciencia y completa naturalidad.

 

8 — El autor (Manuel Martín Cuenca)

Aunque pueda parecerlo, no se trata del metalenguaje ni de las metáforas. Tampoco del juego de fronteras entre realidad y ficción o de la de-construcción del sueño americano. Se trata de la acidez de los diálogos, de la mezquindad de los personajes, del vandalismo existencial que desprende cada uno de los poros de esta gamberrada cinematográfica. El fondo se convierte en una excusa para escandalizar. Y menudo gustazo. También se trata de la comicidad casi involuntaria que provocan las acciones ridículamente creíbles de los personajes (Álvaro poniendo literalmente los «cojones encima de la mesa», la portera de su edificio buscando amparo sentimental en su cama, el vecino franquista añorando los tiempos de la dictadura…). El dispositivo formal del que Manuel Martín Cuenca pretendía servirse para elaborar un discurso sobre la narrativa, la ficción y el proceso creativo, acaba convirtiéndose en el discurso en sí. Como si el juego de espejos (esta manida reflexión que enfrenta realidad y ficción) que el director quería sugerir mediante el guion se hubiera trasladado en el campo formal. Solo por este carácter experimental, El autor ya merece ser recordado como uno de los híbridos más encantadores del año 2017.

 

7 — Crudo (Julia Ducournau)

Crudo es la única película de 2017 que logró dejarme absolutamente fuera de juego. Y no precisamente por haberme deslumbrado, sino por tenerme reflexionando durante días sobre si era o no de mi agrado. Ciertas imágenes de la película permanecían en mi memoria como si se hubieran infiltrado en el alfabeto de mi imaginario, y al mismo tiempo, mi conciencia insistía en que tal producto no aprobaba mi “test personal de la coherencia” (aún me sorprende que una estupidez como esta forme parte, a menudo de forma inconsciente, del funcionamiento de mi criterio). Es decir, el guion tenía, a mi entender, algunos baches demasiado profundos como para permitirle el acceso a la categoría de “buena película”. Pero las imágenes permanecían en mí memoria, hasta que un día dejé de verlas como un objeto pendiente de análisis para entenderlas como el recuerdo de una experiencia inolvidable. ¿Y para qué hace falta más? Así fue como Crudo logró hacerse un hueco a empujones en la lista de películas más perturbadoras y a la vez románticas que jamás haya visto un servidor.

 

6 — The Disaster Artist (James Franco)

La aparición en 2003 de un producto tan extravagante como The Room justifica que James Franco se atreva a competir con Tim Burton en la coronación del Peor Director de la Historia del Cine. The Disaster Artist nos presenta a un personaje cuya actitud impúdica convierte en entrañables sus proezas ridículas. Como sucediera con Ed Wood (película con la que el título presente comparte la mayoría de sus virtudes), se trata de un producto que resplandece gracias a un habilidoso juego de contrastes. El comodín eterno, recurso de la comedia por excelencia. Pues James Franco tantea dicho género sin llegar a casarse con él, y en realidad The Disaster Artist funciona, sobre todo, gracias al hecho de presentar a tan desenfrenado personaje mediante una dirección contenida. Fotografía, dirección de actores y planificación se presentan como el humilde trampolín de Tommy Wiseau. Y es que, en realidad, si algo convierte The Disaster Artist en una buena película no es la comicidad de sus secuencias, sino su capacidad por hacer creíble (y no solo eso, sino también interesante) una historia tan banal como disparatada.

 

5 — Loving (Jeff Nichols)

Defender con dignidad un trabajo de pretensiones modestas también tiene su valor. De hecho, es en este ámbito donde suelen nacer los más sinceros y transparentes; quizás no los más innovadores ni sorprendentes, pero sí los más cercanos y más capaces de generar emociones sin artificios. Loving es una película tímida y pudorosa que rezuma sinceridad y que convierte en arte la sencillez. Jeff Nichols se explica con tranquilidad y contención, evitando dramatizar lo que ya es dramático, haciendo hincapié en los pequeños oasis de felicidad que sus protagonistas van encontrando. Es la ejecución de un discurso que termina exactamente en el mismo nivel en que empezó, sin resbalones ni grandes ascensiones. Y a pesar de no disponer de elementos especialmente remarcables, esta linealidad, esta capacidad de caminar por la cuerda floja sin perder el equilibrio, dota el discurso de una elegancia firme y consistente. Al salir de la sala se tiene sensación de plenitud, de haber descubierto un producto que es exactamente lo que pretende: una película que, sin descubrir grandes verdades, despierta la empatía y la complicidad; y que días después de haberse visto, da pequeñas señales de vida desde algún rinconcito destinado a los recuerdos placenteros. Esto y la ternura que el director despierta hacia la pareja protagonista hacen que la última película de Jeff Nichols merezca ser visionada y defendida.

 

4 — El viajante (Asghar Farhadi)

Asghar Farhadi tiene una habilidad especial para plasmar la tragedia. Sabe tocar las teclas exactas (y de forma imperceptible) para remover el estado de ánimo. Sus películas nacen de historias de una fuerte trascendencia. De hecho, son narradas con tal firmeza y decisión que se quedan a un solo paso de la grandilocuencia. Pero el director iraní consigue señalar el drama sin perder la naturalidad. Farhadi no duda, por ejemplo, en hacer uso de la elipsis a la hora de explicar el conflicto que desencadena el drama. Pero al mismo tiempo, desarrolla con detalle y paciencia el tercer acto de su película, sin precipitar el curso de los acontecimientos. Farhadi tampoco tiene miedo de apoyarse en sugerencias y alegorías (como los casos evidentes del bulldozer del prólogo u la representación teatral de ‹La muerte de un viajante›). Una forma poética (a la par que bestial) de poner en duda el valor de la sinceridad y retratar la confusión de un sentimiento personal con el compromiso social. Nadie explica como él con qué facilidad una serie de valores (que solo percibimos cuando la tragedia se presenta) pueden conducirnos a absurdas actividades que en realidad garantizan únicamente el derrumbamiento de nuestro día a día.

 

3 — Estiu 1993 (Carla Simón)

Muy de vez en cuando, la cartelera nos ofrece películas modestas cuyo único objetivo es exponer su humilde discurso. Acostumbran a ser las que reescriben las verdaderas cualidades del cine y mantienen viva su esencia. Estiu 1993 es así, pero con la particularidad de contar, además, con dos detalles que la hacen especial. El primero, ser el debut de una directora de 31 años. El segundo, ser la única película vista por un servidor en que los niños ofrezcan interpretaciones tan espléndidas: Carla Simón consigue que sus jóvenes actrices pronuncien con absoluta naturalidad las frases exigidas por el guion. Estiu 1993 es, además, una película que desprende verdad. Prácticamente no tiene ni una sola secuencia que no sea brillante. Los conflictos cotidianos tienen un peso emocional inversamente proporcional al grado de efectismo (es decir, cero) con que la directora los presenta. El espectador olvida estar sentado en una butaca. Y es muy poco frecuente que un trabajo tan modesto, ubicado en un espacio tan reducido, realizado con tan pocos recursos y narrado con tan pocas pretensiones consiga conmover así. Películas como esta nos demuestran que todavía quedan algunos artistas dispuestos a reivindicar la auténtica magia del cine, aunque eso les condene a vivir de alquiler.

 

2 — Manchester frente al mar (Kenneth Lonergan)

Decir sin dictar. Mostrar sin señalar. Plasmar sin resaltar, hablar sin gritar. Dejar que el discurso se exprese sin explicarlo, esperar que el espectador sintonice con él sin decirlo textualmente. Ser discreto. Conseguir que el público deje de ver la pantalla, convertirlo en un observador de los acontecimientos. Lograr que no se los cuestione. Conducirlo con sutileza al terreno deseado, hacerlo salir de la sala con cierta sensación. Elementos que convierten una película en un viaje. Manchester frente al mar es tan modesta que su carácter trágico casi pasa desapercibido. Kenneth Lonergan explica con sentido del humor y distensión, sin restar gravedad a la tragedia pero huyendo de la grandilocuencia. Nos habla a través de sus personajes sin verbalizar el discurso. El drama se manifiesta solo, sin necesidad de adornos empalagosos ni (demasiadas) músicas nostálgicas. Por eso las secuencias desprenden tantas emociones: es como si nos exprimieran nuestro músculo emocional, haciendo aflorar todo tipo de sensaciones, a veces muy explícitas y a veces más sutiles. Con sentido del humor, modestia y discreción, Kenneth Lonergan construye una película sin moraleja ni lecciones universales, que plantea interrogantes cuya respuesta depende de la interpretación que se haga del «viaje».

 

1 — Muchos hijos, un mono y un castillo (Gustavo Salmerón)

Muchos hijos, un mono y un castillo me produjo una extraña mezcla de sensaciones, todas ellas muy agradables. Frescura, comicidad, veracidad, seriedad, informalidad. Un viaje por senderos completamente desconocidos, guarnecidos por el placer de quien es consciente de su descenso a la locura.

Tres elementos destacan por encima del resto. El histriónico carácter de Julieta es, sin duda, el más llamativo. Octogenaria al borde de la obesidad, parlanchina sin freno y repleta de contradicciones. Heredera de unos bienes inesperados que le permitieron satisfacer su tercera necesidad vital: poseer un castillo (relea el título de la película quien desee conocer los otros dos). Aferrada a la convicción de que el mejor acto preventivo ante una posible sepultura prematura es la aplicación de un objeto puntiagudo a su trasero (pues en el caso de estar viva, chillaría).

El segundo elemento es la comicidad. No sólo por el carácter de dicho personaje, sino también por las surrealistas situaciones en que constantemente se encuentra la familia. Sin ir más lejos, su hilo argumental se resume en la necesidad repentina por parte del director de encontrar un par de vértebras de su abuela, que Julieta (su madre) asegura guardar en algún escondrijo del castillo.

El tercero es (como sucediera con el título The Disaster Artist) el contraste. La ironía de descubrir a una familia de formas tan “sencillas” habitando una estancia de características tan rematadamente clasistas. La naturalidad con que Salmerón hace convivir la grandilocuencia con el intimismo. O el ya mencionado carácter contradictorio de Julieta, capaz de reivindicar con orgullo su participación en el partido de la falange y después condenar tajantemente el pronunciamiento de 1936.

O también, ya puestos (y compartiendo una característica más con el título de James Franco), en el hecho de que un caso en apariencia de características tan banales, como es la historia de la familia de Gustavo Salmerón, acabe convirtiéndose una película de tan honda profundidad.

 

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