Lo mejor de 2017 por… Cristina Ejarque

Terminado otro año, uno en el que me he sentido ama y señora de este lugar llamado Cine maldito y que por tanto me ha obligado a conocer todo lo que ofrecía el cine y a no pisarlo con la asiduidad esperada. He rascado en el recuerdo y, al contrario que mis compañeros, no pienso quejarme cuando el cine me vapulea entre la fantasía y la realidad una y otra vez. La animación ha sido benevolente con films tan cercanos como La tortuga rojaLa vida de calabacín. Sitges siempre cumple con los descubrimientos desnortados de donde quisiera exprimir una vez más la extrañeza de Fashionista o la fabulación de As boas maneiras —el resto lo refleja la lista—. La diversión vino de rebote con The Disaster Artist. Pero mi top vierte sus aguas entre la feminidad y el intimismo, entre locura, crecimiento y el lado salvaje que todos escondemos. Porque el cine sigue siendo una progresión de nuestras ansias y nuestros miedos, y por eso nos sentimos atraídos una y otra vez por sus destellos.

 

El capricho — madre! (Darren Aronofsky)

«No entiendo cómo…» seguido de un «adoras/odias esta película si yo pienso lo contrario y tengo razón». Esto es lo único que ha trascendido de Madre!, como si Aronofsky todavía no hubiese recuperado su pulso tras nivelar el Arca más fabulada de la historia en Noé. Pero como los demás tienen razón, yo me quedo con el estado físico y mental en el que pude ver la película, motivo único por el que la fascinación me invadió, que mis entrañas sangraban mientras la Musa perdía la razón, todo un unísono orquestado por un autor, que incide en la versión más destructiva del mismo, la del autofelatio creativo. Son demasiadas las interpretaciones que nos inventamos pero al final es el arrastre en el que te comprometes sin buscarlo o una estática muestra de incomprensión junto al bostezo lo que eleva la experiencia por encima de lo fílmico, llegando a lo personal, a lo que solo a veces nos importa.

 

10 — El síndrome de Berlín (Cate Shortland)

Teresa Palmer se pasea por las calles de Berlín y absorbe todo lo que ve y lo que siente como una experiencia vital. Un hombre atractivo, sensible y divertido se cruza con ella, y él se convierte en una nueva experiencia que ver y sentir como parte de su viaje. Cate Shortland aplica su delicadeza más feroz, esa que descubrimos en Lore, y convierte a la bestia en humana en una pequeña casa, donde no es lo importante la depravación, el amor o la sumisión, donde lo que se respira va más allá de lo empático, siendo el tiempo una ilusión que viene marcada por una puerta cerrada. Un asunto de delirios y propiedad que se vuelve más íntimo de lo esperado, donde en apariencia El síndrome de Berlín es sencillo y ejecutable, pero la tristeza nos supera por encima de todas las cosas.

 

9 — A Brief Excursion (Igor Bezinovic)

Es verano, te mueves distendidamente por un festival, encuentras un amigo. El fin (de la misma existencia física y sensorial) llega con un simple: «vamos de excursión». Igor Bezinovic nos maneja entre el absurdo y la reflexión con su relajada A Brief Excursion, que saca al millennial base de su entorno para introducirlo en la naturaleza y, una vez mimetizado en vaca que pasta libremente, pone en marcha la voz en off que es capaz de llenar de florituras el más amplio vacío. No tan extraña, ni tan laxa, poco a poco nos invita a perdernos con ellos hasta ignorar la posibilidad de un final, porque la teoría se pierde igual que los caminantes, y la excursión —una típica anécdota de verano— se magnifica hasta aglutinar tiempo y espacio en un sinsentido.

 

8 — The Love Witch (Anna Biller)

La bruja del amor tuvo un efecto inmediato en mi persona. Anna Biller roba toda estética colorista y falseada de un cine anterior y lo utiliza en su propio beneficio para remarcar, subrayar e iluminar a la mujer, al hombre y a toda la normalización de sus roles en una sociedad que poco varía en el tiempo. The Love Witch tiene las frases adecuadas para pintar de mordacidad toda la efusiva parafernalia visual que la acompaña, porque la realizadora hace un cine harto conocido y referencial, y al mismo tiempo, ofrece un cine totalmente personal e innovador. Elaine es sujeto y objeto, y el film vive por y para su rebuscada estética que complementa a la perfección su revolución interna, su sátira genérica que invierte tiempo y atrezzo en convertir a la bruja en diosa terrenal.

 

7 — Brawl in Cell Block 99 (S. Craig Zahler)

Un exceso de fuerza bruta es esencial para sobrevivir a cualquier año cinéfilo. Ver al gran (dimensionalmente hablando) Vince Vaughn destruir un vehículo con el puño sin gritos, sin rabia, solo como una expresión viva de sus sentimientos más mundanos a través de sus manos es emocionante. A partir de aquí la necesidad de apartar la vista de la pantalla por lo explícito de su violencia es una constante, y aunque en la acción esa violencia está dirigida al puro entretenimiento, aquí es capaz de demostrar que lo insólito e imposible de su trama puede ir mucho más allá que todas esas películas con similitudes criminales que ofrecen un héroe, un villano y un final impactante. Un personaje pétreo y una falta total de escrúpulos hacen que S. Craig Zahler nos haga vibrar con una salvajada hecha cine, al estilo de la vieja escuela, sin miedo alguno al qué dirán.

 

6 — Crudo (Julia Ducournau)

Cuando eres joven deseas comerte el mundo. El hambre es literal en Crudo, donde se equipara la mutación de un novedoso hábito adquirido al crecimiento personal, el paso en que dejas de forma temblorosa la adolescencia y entras de lleno en ese lugar donde los adultos moran. Es ese agigantado paso el que nos llena de terror y descubrimiento a través de Justine y los cambios que viven su cuerpo y su ansia por atravesar una barrera desconocida, invisible, que abarca mucho más espacio que un entorno familiar, acomodado, y que implica vivir, recordándonos que nada es tan desconcertante y oscuro como conocerse a uno mismo. Julia Ducournau ha reflejado con fuerza e ingenio el cambio, y nadie le podrá arrebatar esa victoria.

 

5 — En realidad, nunca estuviste aquí (Lynne Ramsay)

La mirada atormentada de Joe es capaz de asfixiarnos al mismo nivel que lo hacen sus silencios, su martillo, su estilo de vida. Joaquin Phoenix es el arma que emplea la realizadora para mostrar esa otra violencia, la más intimista ante un personaje que no libera ese mal común que se llama asertividad. Lynne Ramsay nos ofrece de nuevo un catálogo donde el ser humano es injusto, improbable. De nuevo la inocencia está vacía de significado, inexistente, y nos lleva a la incomprensión del hombre y la fascinación de lo que no sabemos comprender. You Were Never Really Here propone algo que queda atascado en nuestro recuerdo. Es un muro infranqueable contra el que golpearse y no conseguir nada. Un frío que te recorre la espina dorsal al recordar sus últimos minutos, un frío del que no logras escapar.

 

4 —Verónica (Paco Plaza)

Mel de romer. Es la calificación favorita de Paco Plaza para su película, pero tiene mucho de eso Verónica. Para empezar, Héroes del Silencio retumban en los oídos de la protagonista tras comprar un fascículo coleccionable de ocultismo, de donde sacar la tabla de la ouija que centra los desvelos de la joven. Y algo tan sencillo abarca de nuevo el paso de la niñez al mundo de los adultos, y el terror que provoca una posesión demoníaca. Todo en Verónica es armónico e intimista, demostrando de nuevo que el cine de género sabe reconstruir sus límites para resultar novedoso utilizando las fórmulas más estancas. Una delicia que nos acongoja más por el sufrimiento humano que por el intrusismo del más allá.

 

3 — El sacrificio de un ciervo sagrado (Yorgos Lanthimos)

Partimos del hecho que Lanthimos dice «ven» y yo aprovecho y me tiro a sus pies cual alfombrilla. No tengo dificultades para criticar al director, simplemente sé cuales son sus prioridades en la cinefilia y me atraen, pese a su falta de escrúpulos y lo contrarias que son las situaciones que recrea con mi forma de actuar. Pero sí, el ser humano es despreciable, principalmente por su conformismo, y los personajes de Lanthimos son un catálogo espectacular de pasividad horripilante. En esta ocasión va más allá de lo divino y lo sagrado para enarbolar un esbozo de personajes inertes e insensibilizados, encajados en planos equidistantes y simétricos, donde las frases que se emiten penetran como pequeños alfileres que hacen que te sientas incómodo sin tener una certeza del porqué. El sacrificio de un ciervo sagrado son blandos spaghettis entrelazados en un tenedor frío, como solo Lanthimos sabe encajar.

 

2 — A Ghost Story (David Lowery)

Una sábana, dos agujeros y el tiempo. Nada más necesita David Lowery para desnudar la inmortalidad de nuestra insignificancia. De una forma natural, evolutiva, concentra toda su energía en dar un significado personal al tiempo, pues la importancia de esa impronta que deseamos dejar en el mundo es improbable, injusta. Y lo hace más allá del amor, lo consigue a través de esa necesidad por saber, ese fantasma que rasca una pared con insistencia, perdiendo el concepto del espacio, del paso de los días, de la eternidad. Y así fluye un film que, repito, me hace sentir abrumada ante su música, ante su reflexión sobre lo lineal y lo pasado. Es entonces cuando descubres que algo despierta en ti, una empatía por el pastel, por el blanco, por la incertidumbre y su ausencia de diálogo. Despierta el tiempo y su falta de rigor.

 

1 — Demasiado cerca (Kantemir Balagov)

La tez de Ila es la constante más apreciada del debut de Kantemir Balagov. Durante todo el metraje nos quedamos a unos centímetros de su rostro, no conseguimos separarnos de ella ni para coger aire, su angustia se difumina poco a poco para convertirse en nuestra, y una situación que nada tiene que ver con nosotros se vuelve mundana y triste y personal. Demasiado cerca nos induce en la rabia de juventud, de nuevo en ese punto en el que el deber para con la familia y la sociedad parece más fuerte que el deseo de individualidad. Y la rabia crece y las lágrimas corren por mis mejillas al encontrarme en los ojos de Ila, que destacan en ese rostro que parece estar siempre demasiado cerca. Las reacciones más primitivas son a la vez las más intensas en una sala de cine, y Demasiado cerca ha conseguido despertar en mí rabia, más allá de la bella impronta que dejan sus imágenes.

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