Lo mejor de 2014 por… Matíes Tugores

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A veces me pregunto qué haríamos los cinéfilos sin nuestras bienamadas listas. Llega un momento en que la diversión se convierte en vicio y el vicio en necesidad. Hemos llegado a esa desagradable situación en que necesitamos consumir listas de lo que sea: de revistas especializadas, de foros de cine, de páginas de noticias. Todo nos vale, mientras esté debidamente enumerado del 1 al 10 y nos hable de lo mejor que se ha estrenado a lo largo del año. Cualquier peinaratas de salón con un ordenador a mano nos puede hacer leer sus tonterías y supercherías e intentar oponer su criterio al nuestro con una simple lista de diez películas. ¿No entendéis que nos estamos volviendo esclavos de la más baja subespecie humana (los creadores de listas de lo mejor del año)? Pero oye, servidor encantado, que así me aseguro un mínimo de audiencia para el siguiente top de lo mejor del año 2014. Avisados estáis.

 

10 — Las vidas de Grace (Destin Cretton)

A día de hoy resulta prácticamente una perogrullada hilvanar conceptos como drama social y pornografía emocional. Sea cual sea tu elección en este subgénero, lo más fácil es que te encuentres con engendros perpetrados con el único objeto de provocar condescendencia y falso altruismo a las mentes débiles que caen en sus redes. Es precisamente una de las mayores virtudes del film del debutante Destin Cretton: destila humanismo en cada uno de los fotogramas y rehúye constantemente los maniqueísmos y lugares comunes sobre los cuales se ha ido asentando, por desgracia, el drama social. Es justo en el interior de esa casa de acogida que da nombre a la película dónde Cretton consigue los momentos con más alta carga emocional de Short Term 12: sobre la marmórea capa que exhiben los adolescentes de ese centro subyace una no tan evidente llamada a la atención, al cariño y protección parentales que no han sido capaces de recibir. Como contrapunto, cuando la acción sale de las habitaciones de la casa de acogida, el film del cineasta hawaiano pierde fuerza y se torna más paradigmático y previsible. Y el cierre de la película, aunque lógico, lo resuelve con mucha elegancia.

 

9 — Eden (Mia Hansen-Løve)

Existe algo extrañamente mágico tras la última película de la realizadora parisina Mia Hansen-Løve. Durante su visionado meses atrás tuve cierta sensación de tedio vital cada vez que uno de los protagonistas de Eden se lanzaba de lleno a las techno garage parties (que no son pocas) que entran en escena a lo largo del metraje. Puro cine del tedio para aquellos que, como servidor, no son ni por asomo amantes de este tipo de género musical. Pero una vez fuera de la sala, cuando quieres recomponer lo que has visto y analizarlo más fríamente se obra el milagro. Y ahora, meses después, aún consigo apreciarla con mayor entusiasmo. La directora perfila de nuevo una trama de maduración personal en clave pesadillesca-discotequera, mostrándonos un protagonista que se niega a hincar la rodilla ante los convencionalismos propios de su edad, en una suerte de rebeldía peterpanesca. Pero lo que más me impresionó fue el buen hacer en la dirección de Hansen-Løve y cómo, muy inteligentemente, no deja que su protagonista madure físicamente (como sí lo hacen todos a su alrededor) hasta que éste elimina el último rastro de comportamiento juvenil que le liga a su pasado (en una escena rabiosamente conmovedora).

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8 — La chica del 14 de Julio (Antonin Peretjatko)

Si muchos se alegran del tímido resurgir de la (buena) comedia con los nada desdeñables premios de crítica y público que ha ido recibiendo El gran hotel Budapest a lo largo del 2104, otros queremos celebrar apariciones en la lid cinematográfica del talento y frescura que destilan jóvenes promesas como Peretjatko. Ya con varios cortometrajes a sus espaldas, su ópera prima nace como una historia de amor estival que derivará en un pastiche de géneros que, contra todo pronóstico, funciona cual engranaje suizo. Sus referencias visuales remiten de forma bastante evidente a la Nouvelle Vague, especialmente por lo que se refiere al uso del color y del montaje. Para hacernos una idea algo más aproximada, a primera vista puede parecer un híbrido encantador entre Pierrot le fou y Zazie dans le Metro. La apuesta humorística del cineasta francés combina con acierto el gag más visual (imposible no recordar a Tati) con el más verborreico y absurdo. Pero sin duda, una de las mejores bazas de La chica del 14 de julio es que, aún adoptando esquemas que ya hemos visto en infinitud de películas, consigue alzarse como una voz genuina y vitalista, así como una de las películas más divertidas y originales que ha dado el cine francés en los últimos años.

 

7 — El gran hotel Budapest (Wes Anderson)

Lo reconozco: difícilmente en un año de estreno wesandersiano no colaré una de sus películas en un top 10. Con El gran hotel Budapest me sucede algo similar que con el film de Peretjatko: me sorprendo a mí mismo analizando fríamente que tal pastiche de géneros no puede funcionar jamás, pero sin embargo la película de Anderson también fluye a la perfección. En la última película del director de Houston vemos una mayor maduración a nivel de contenido y una mayor estilización a nivel de continente. Anderson sigue fiel en su búsqueda de la marcianada superlativa, con personajes grotescos y encantadores a partes iguales, con una fotografía maravillosa y unos escenarios estudiados y mimados al milímetro y sobre todo con ese humor negro que destilan sus anteriores producciones. El film, además, remite a la nostalgia como motor de sus personajes y sublima el tiempo pasado y explora cómo éste nos configura y dirige nuestros futuros pasos. No me parece la obra más redonda de Anderson (ese privilegiado lo ocupan Moonrise Kingdom y Rushmore), pero sí la más madura y la que da mejor cuenta de su evolución como cineasta. Uno de los grandes.

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6 — Her (Spike Jonze)

Si en la actualidad resulta extremadamente difícil destacar en el ya trillado género de la comedia (quitando las reseñadas apariciones de Anderson y Peretjatko), ya sea por la poca maña de unos guionistas de encargo o por una repetición de esquemas demasiado evidente, más difícil resulta ofrecer algo nuevo al espectador sediento de drama romántico. Y el más difícil todavía: filmar una película con trasfondo amoroso que no se regodee en las más lamentables miserias de sus protagonistas, y que no tome por estúpidos y pornógrafos a los espectadores. Spike Jonze lo consigue en Her, dónde aúna con sorprendente armonía la hechura de un mundo frívolo y distante aquejado por el advenimiento de las tecnologías de la comunicación con un microcosmos sentimental caótico e ingenuo. Es en ese pequeño universo que forja Theodore (un Phoenix con un papel a medida) con Samantha dónde Jonze explota sabiamente los recursos dramáticos disponibles y, por ende, dónde consigue un mayor calado emocional y dónde reside el poso cinematográfico que recordaremos a medida que el tiempo (ese que todo lo cura, incluso las cicatrices personales que le quedan a Theodore tras sufrir pérdidas) nos vaya atropellando.

 

5 — Magical Girl (Carlos Vermut)

La última (y más que esperada) película de Vermut no ha decepcionado a casi nadie, aún cargando sobre sus espaldas con toneladas de hype. Como ocurre con buena parte de mis favoritas de este año, Magical Girl se presenta al espectador como un maridaje de géneros que jamás llega a desentonar. Abordando una de las temáticas coyunturales nacionales (como también lo han hecho Rosales o Coixet), el cineasta español perpetra otra marcianada que no deja a nadie indiferente. En Diamond Flash encontrábamos un Vermut muy proclive al exceso, dentro de un entramado caótico y desatado. Para bien o para mal, en su nueva película se refleja un proceso madurativo en esa dirección, y es que la película, en su estructura casi circular, sólo conduce a un destino, cerrado y claro. No existe tanta libertad ni tanto arrebato, pero a cambio obtenemos una trama de mayor solidez, un tejido relacional de los más complejo (nunca parece existir un significado unívoco en las imágenes del cineasta madrileño) y un desarrollo narrativo más apasionante y de mayor calado. No escribiré nada nuevo si digo que es un must see del cine patrio, en un año que ha despuntado con propuestas de lo más interesante.

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4 — El cuento de la princesa Kaguya (Isao Takahata)

Los grandes maestros de la animación están cayendo. Si con El viento se levanta Miyazaki aseguraba que dejaría de dirigir películas, El cuento de la princesa Kaguya puede intuirse también como el canto de cisne de uno de los más representativos y veteranos artesanos de la animación japonesa (siempre a la sombra de Hayao, eso sí). En esta ocasión, Takahata adapta un cuento del folclore nipón que data del siglo X (el más antiguo conservado), en el que un humilde leñador descubre una princesa dentro de un tallo de bambú. Una de las mayores bondades del film animado es que rebosa vida y el espectador, en todo momento, puede delectarse con la rica paleta de colores y el trazo impresionista de sus imágenes. El devenir de la historia, entre rasgos neorrealistas y evidentemente de corte fantástico, se presume como una nueva oda a la naturaleza y la vida, con la dicotomía entre campo y ciudad que desde décadas atrás ha marcado el cine social oriental. El cuento de la princesa Kaguya debe entenderse, pues, como un producto de gran encanto visual y sonoro (con Joe Hisaishi tras los créditos musicales no esperábamos menos), que aprovecha al máximo los recursos de la animación tradicional y hará las delicias de los que se aproximen a este testamento fílmico de uno de los últimos maestros.

 

3 — El pasado (Asghar Farhadi)

Ardua tarea la que tenía Farhadi para que la alargada sombra de Nader y Simin: una separación no supusiera un lastre a la hora de incidir, de nuevo, en la problemática humana de la comunicación y en los tejidos emocionales que de ella se derivan. En este caso, la historia se centra en Ahmad, que viaja desde Irán a Francia con la intención de resolver los últimos flecos burocráticos que aún sobrevuelan sobre el proceso de divorcio que inició con su esposa Marie (brillantemente interpretada por Bérénice Bejo). En esta ocasión no es la fuerza del presente la que alarga el proceso y retiene a los personajes de la película, sino que son las situaciones no cerradas del pasado las que coadyuvan a mantener la presencia de Ahmad en la capital francesa. Farhadi se sirve de un guión de hierro para diseccionar los miedos e inseguridades que subyacen tras las relaciones sentimentales, y lo hace con una elegancia y una sensibilidad que a servidor le dejaron desarmados. El epílogo, funesto y hermoso a partes iguales, es el broche de oro a un drama conducido con inteligencia y tesón y que siempre rehúye los lugares comunes de producciones de similar calado.

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2 — Sueño de invierno (Nuri Bilge Ceylan)

No anda muy lejos el tono de la película de Farhadi del de la flamante última ganadora de la Palma de Oro. Quepa decir que ha sido mi primer acercamiento al cine de Ceylan y, contra todo pronóstico, sus tres horas de metraje se deben más a la profusión de diálogo que al silencio o la contemplación. Como digo, aunque en lo formal las películas de Farhadi y Ceylan son marcadamente antitéticas (la primera busca más los planos cortos, cercanos y cerrados para crear el retrato intimista de una relación decadente y la segunda, aún buscando algo similar, busca espacios panorámicos, como queriendo crear una vía de escape continua para su protagonista), en su contenido encierran notables similitudes. Los duelos dialécticos van creando una vorágine de rencor y lucha de egos que parece que sólo puede cristalizar en la destrucción (personal o sentimental) de los personajes. Todo ello emplazado en un marco poco adecuado para templar relaciones como es la solemne estepa turca, fotografiada con virtuosismo por Gökhan Tiryaki. Pocas veces he estado tan en sintonía con una ganadora de Cannes.

 

1 — Boyhood (Richard Linklater)

Y aunque en el top 10 general no hayamos conseguido colar una de las triunfadoras de este 2014 no será porque un servidor lo haya impedido. Boyhood me impresiona por cómo fluctúa en una suerte de deriva personal forjada por unos recuerdos que no tienen porqué ser de aquellos sucesos trascendentales que quieren imponernos las convenciones sociales. Boyhood es el momento pasado y el momento presente, son esos recuerdos que almacenamos cuidadosamente en nuestra memoria, las noches con amigos dónde no ocurre nada, las citas incómodas, los eventos aburridos a los que acudimos para hacer feliz a alguien. En la historia de Mason Jr. encontré pedazos de mi vida, esos momentos entre medias que ya casi nadie recuerda. La cabriola narrativa de filmar la película durante doce años queda relegada en un segundo plano cuando lo que estás viviendo al lado de Mason Jr. es un regreso a tus estados anteriores de maduración, a esa pequeña épica del crecimiento que quiere mostrarnos Linklater y por la que todos hemos pasado. Es en ese sentimiento de identificación permanente con su personaje protagonista dónde Boyhood se erige, sin ningún género de duda (para el que esto escribe), como la mejor producción cinematográfica de este 2014 que nos ha dejado.

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