«Musa de…». Greta Gerwig ha visto su nombre acompañando esta referencia durante años. La reina del mumblecore, el rostro infinitamente ligado al indie norteamericano, la catarsis de Joe Swanberg (aunque más de una vez han trabajado codo con codo a un mismo nivel) e inspiración de Noah Baumbach. Todo el mundo fantasea con la idea de una Greta Gerwig que en la intimidad es exactamente igual a Frances Ha, porque nos aferramos a aquello que nos hace sentir bien, y Frances es deliciosamente imperfecta para el gran público.
Pero ha dado un paso atrás (de la cámara, escondida, justo detrás de ella) y ha decidido rememorar tiempos pasados en Sacramento, para convertirse en la exitosa Greta Gerwig, sin añadidos, solo su nombre al frente de su debut en solitario como directora y guionista, como diosa creadora (por eso del poder de dar nombre y motivaciones a todo tipo de personajes) de Lady Bird, la gran esperanza femenina para los seguidores de la época de premios, la película que misteriosamente llega a grandes salas para unirnos a la estela de una vida que aún está creando sus propios cimientos.
Eso es, hay que hablar de Lady Bird, que todavía queda algo (puede que poco) por decir. A veces la clave del éxito está delante de nuestras narices y no somos capaces de verla. Esas veces, todo es tan sencillo como contar las cosas tal y como ocurren un día cualquiera, en el que el drama está ahí agazapado, esperando su momento para tomar posesión de cualquier situación diaria. Hasta que resulta cómica, ridícula y pasado el tiempo… constructiva (mucho tiempo). Y para eso solo es necesaria una escena inicial donde una madre y una hija se emocionan juntas con un audiolibro para, acto seguido, romper normas de conducta básica por una discusión tan obvia madre-hija que nos prepara para lo que venga. Estallar el drama y seguir con todo lo demás: el éxito de lo cotidiano. Lady Bird es La adolescente norteamericana de clase media (luchando la familia para no ser media-baja) que quiere descubirse a sí misma, y muchos objetivos de interés, pequeños y bien relacionados a su alrededor.
Es precisamente la naturalidad la que crea la magia de la que muchos se han enamorado al ver Lady Bird. Saoirse Ronan es especialmente normal en el film, y conectar con ella es fácil. Christine es una de esas personas que fluctúan a través de sus sentimientos para definirse como individu(o)a, intenta agradar o es más arisca que un gato, busca aferrarse a su fuerte personalidad o pasar desapercibida para que la dejen en paz. Es, en definitiva, una joven en desarrollo y en algún momento todos hemos sido un poco Lady Bird, un poco la persona que se radiografía a sí misma pero no tiene ni idea de quién es. Aquí está el gran secreto a voces, el ser un poco como ella pero no ser así en absoluto es el clic para el cerebro de la mayoría.
Lady Bird tiene el pelo algo así como rosa, rojizo… ¡degradado! y puede que se disfrace en algún momento de algo «demasiado rosa» para una madre que no va a callarse su opinión. Aún así el personaje central es tal vez un reto demasiado sencillo de superar, por lo que Gerwig nos ofrece múltiples personalidades por las que una puede quedar prendada. Amigos y familiares como un estereotipo de juventud pasada, secretos e idealizaciones, padres con autoridad personal, emos en su época dorada… gente, en definitiva, que intenta seguir una línea que parece cercana a cualquier realidad conocida. ¿Y el personaje de la madre? Sí, un acierto para Laurie Metcalf y un contrapunto potente y totalmente expresivo, madre e hija son dos piezas evolutivas de la naturaleza que se necesitan.
Cuando nada de esto sirve para aferrarte, son situaciones, lugares o algunas más que oportunas frases lo que va a terminar de redondear su espíritu libre (frase que debía soltar en una película donde alguien se autoimpone el nombre de Lady Bird, lo siento). Esta es una película por y para Sacramento. Aquí desconocemos la ciudad, pero no es tan difícil buscar los símiles. La ciudad pequeña donde creces y de la que piensas que al escapar de ella serás una versión mejorada (conocer mundo y esas necesidades obscenas). Esa ciudad por la que se le da una nueva dimensión a lo que representa la protagonista, porque está ligada a lo que siente por la ciudad, y la ciudad le da un espacio para representarla, ya sea por un colegio católico, una impresionante casa azul o un parking. El lugar a veces sí importa como definición de uno mismo, independientemente de su apego por el mismo. Estos escenarios marcan los comportamientos en grupo y plantean sentimientos válidos y demasiado reales como la depresión, la institución crítica de lo monetario o la sexualidad en todas sus concepciones. Y todo tradado desde el tú a tú, la cercanía como elemento de unión, dialogando con nosotros, entre ellos, con soltura y gracia, sin buenismo ni estudio lucrativo, ni siquiera obligándote a suspirar, palabras acertadas sin más.
Voy a por la conclusión innecesaria: en la moda cada cierto tiempo se defiende el «back to the basics» cuando los excesos se vuelven incombinables entre sí, por lo que Lady Bird es más contemporánea y accesible que una camisa blanca, aunque no seamos capaces de encontrarla en ninguna tienda en momentos puntuales de excesos. Pero cuando la vuelven a colgar en el escaparate nos parece más que luminosa y necesaria, instantáneamente, hasta que nos obliguen a volver a los excesos. Los enamorados de Lady Bird recurrirán a ella como un film sencillo pero necesario, emocional. Yo no me he enamorado, pero la simpatía (hoy) no se la voy a negar.