La pintora y el glaciar (Mark Cousins)

Un teleférico que sube. Otro teleférico que baja. Es una de las últimas secuencias de La pintora y el glaciar, y sirve como perfecta síntesis de lo que supone, en materia filosófica y artística (si es que no son aquí lo mismo), este documental de Mark Cousins, merecedor del Gran Premio a mejor película de la 58ª edición del Festival de Karlovy Vary (2024). Titulada originalmente A Sudden Glimpse to Deeper Things, la película del realizador norirlandés se apuntala como metáfora, pero también como monumento reivindicador, revelador si acaso; tributo e íntimo homenaje a la pintora Wilhelmina Barns-Graham, figura clave del modernismo de la Escuela de St Ives y miembro de la icónica y prestigiosa Penwith Society of Arts.

Después de un preámbulo, que nos sirve para conocer a la pintora, Cousins se embarca en esta aventura de abstracción y magnetismo entroncada en el descubrimiento de un glaciar Barns-Graham cuando en 1949, durante un viaje a Suiza, se postró ante Grindelwald, en los Alpes berneses. De ahí el título: el “stendhalazo” que provoca el gigante helado a la artista la perseguirá toda su vida, siendo esta experiencia casi catártica, casi religiosa, una chispa que detona una obsesión. En efecto, este es el relato de una obsesión que, a su vez, provoca una segunda obsesión de forma colateral: la del propio Cousins con Barns-Graham. Ambas fijaciones, emparejadas, están expresamente delimitadas y segmentadas: tienen que ver con un hallazgo.

‹De facto›, tal es la obnubilación del cineasta con la pintora que Cousins se tatuará una de sus cubistas y mágicas figuras en el brazo. Esta es la historia de un vínculo. Podría perfectamente describirse La pintora y el glaciar como intento de acercamiento al universo imaginativo e interior de una mente con la capacidad de estudiar las cordilleras heladas no solo por fuera, sino capaz también de sumergirse en esa materia escarchada para extraer el tuétano y saborear la esencia de un paisaje que va de fuera adentro (y viceversa); de menos a más, evitando quedarse en la superficie o caer en una banalidad estética (algo que a Lynch le hubiera encantado, como se dice en la película). El misterio y una llamada a lo trascendental impregnan este registro: la artista busca la sustancia de Dios; repta en lo poético y abraza el valor patronímico de las matemáticas. Lo último que se pregunta Cousins en el metraje, de hecho, es: «¿Se conocía Wilhelmina Barns-Graham a ella misma?».

El mundo de Barns-Graham es un rincón en la infinitud, un habitáculo orgánico, hecho a su medida, aunque esta medida se ensanche y se expanda y se contraiga sin parar. «Superó los límites de su mundo mental, o quizá su mundo mental la superó a ella», narra Cousins. Una cápsula calidoscópica y cálida de color y formas, y estructurada en la simetría, la fisicidad, la textura, la alegría y una paz evasiva. La manifestación de un mundo (el suyo) que escapa del mundo (el nuestro). La pintora y el glaciar parece querer contener esa índole, sin forzar algo que por otra parte, por consiguiente, es incontrolable: ofrecer un testimonio vívido y apasionado, casi fisionómico, de la creadora, con el fin de plasmar (mediante archivo, cuadernos esbozados, pinturas y la voz no solo del director sino también una asimétrica locución impecable de Tilda Swinton), el legado de una pintura que husmeaba más allá del hielo. Contribuyen a esta panorámica contemplativa la música evocadora de Linda Buckley y la edición digna de un orfebre de Timo Langer.

Nada de este anhelo exploratorio que es el documental capitular certifica algo. No hay certezas más allá de fotografías viejas y el diario de la pintora. Solo restan cuadros, estímulos cromáticos y una dialéctica, la de Cousins, rebosante de admiración y, probablemente, extasiado por la excitación que le provoca tal excursión. Por suerte, para rebajar la mirada del ‹auteur›, se nos resarce con la gracia de los silencios, que nos dan aire y nos permiten, como si de una ruta expositiva se tratase, pasearnos entre cuadros, anécdotas y panorámicas. Leo en Letterboxd (error), a modo de estocada, que este es un intento biográfico que cae en la mera “respuesta personal”. Es precisamente esa dioptría, personalista, sí, pero también única y subjetiva, la que hace única esta travesía. En eso consiste el arte, en ver diferente; en pensar como lo haría otro. Yo soy de los que creo que en esta vida hay dos clases de personas: las que vitorean todo lo que hace Cousins y, por otra parte, las que no lo hacen porque aún no han tenido la suerte de conocer su trabajo. Los glaciares se descongelan y se retraen cada año que pasa. En cualquier caso, cabe disfrutar de este preciosista (como poco, hipnótico) juego de miradas: hay una pintora que mira al glaciar, de la misma manera que también hay un cineasta que mira como una pintora mira al glaciar.

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