La piedad (Eduardo Casanova)

Eduardo Casanova se proclama como líder indiscutible de la imperfección. Un dictador multicromático, un azotador de la integridad. Su nuevo panfleto propagandístico se titula La piedad.

El director sigue el camino de lo estético abusando de toda la gama de Pantone rosa en contraste con la fealdad inequívoca del hombre plasmada visualmente. Es su marca, algo que encontramos en sus cortos y la fallida (e inevitablemente llamativa) Pieles, solo que en su último trabajo ha encontrado el modo de sintonizarlo hasta conseguir trazar un claro y elevado mensaje, más allá de la simple provocación que algunos le aluden sin siquiera acercarse a contemplar sus intenciones.

Todos tenemos en mente Pietà, la impactante escultura de Miguel Ángel. No es la primera vez que el cine o incluso la publicidad se hace eco de tan icónica imagen, pero quizá la gracia de esta La piedad de Casanova radique en su reinterpretación, por dar una forma pesada y oscura al amor materno que destila ese frío mármol donde está tallado. Es pura la simbología que se apropia para beneficio propio de su distópica resignificación: donde había serenidad hay sobreprotección, donde el amor era patente solo queda egoísmo irracional, donde unos entienden familia otros solo conocerán la dictadura.

En una época donde el cine de encierro ha tomado una nueva perspectiva, Casanova se nutre de la idea para llevarnos a otro terreno. La exposición es sencilla: Libertad (una impactante Ángela Molina) es madre de Mateo y como tal domina cada uno de sus movimientos. Libertad es la cárcel de Mateo, es la dueña de sus pensamientos y su pegajosa sombra. No conforme con ello, descubrimos una historia paralela donde se reafirma en su intención de narrador visual al despojarnos del sentido del lenguaje. Libertad no es solo una madre sobreprotectora, Libertad es todo un país asiático ahogado en una caprichosa dictadura. Y el amor… una fuente inagotable de necesidades de las que uno no es capaz de escapar.

La piedad es una apuesta seria, inteligente y avinagrada, donde aparece todo lo que podemos suponer que ama su realizador, y a la vez destruye el concepto del amor a cada momento. Dentro de su decadencia a pleno color y con detallados escenarios ilusorios, llenos de anécdotas y pasajes irracionales que forman parte del bestiario de Casanova, parece firme a la hora de declarar sus intenciones, y aunque todavía sea irregular su resultado, sin duda no se puede esquivar su gusto por sí mismo y la fe ciega con la que defiende lo que hace, resultando una película triste y devastadora, dentro de una cegadora luminosidad que se traduce en imágenes icónicas y revulsivas, a veces excesivas, a veces inanes, pero siempre dentro de su propio diálogo sordo y mudo, nunca ciego.

De paso, el director se rodea de amigos y conocidos que, ellos sí con fe ciega, se prestan a revolver el lenguaje más allá del diálogo, consiguiendo que la mitomanía respire por todos sus costados, con afilados apuntes y una crítica potente en la lengua de cada uno de ellos. Realmente sorprendente el resultado de La piedad, una apuesta por la que desempolvar ese añejo término de ‹enfant terrible› si es para destacar el noble arte de saber respetar las filias internas y aún así conseguir crecer como narrador, que los excesos y el rosa no escondan un lúcido y explosivo drama sobre madres, muerte y pura desesperación infrahumana. Una guerra mundial dentro de casa es todo lo que necesitábamos.

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