La flor (Mariano Llinás)

El viaje desde la incertidumbre hacia la certeza de que se está viendo algo edulcorado y tramposo comienza con una explicación gráfica de lo que será. La flor juega con el arrancamiento consciente de sus propios pétalos para alcanzar unas cotas de “reconocimiento” fuera del propio arte del cine tan poco visibles como genuinos. Será una película de culto por el empeño que pone en serlo y terminará por caer en el saco de los experimentos fallidos.

La película de Llinás resulta ser un entramado de historias que no tienen nada en común con las demás, excepto las actrices protagonistas. Las cuatro chicas a las que el director dedica la película y que aparecen en cinco de las seis partes con distintos roles. Ellas son el eje central de este proyecto de dimensiones titánicas que funciona como elemento de estudio en las tendencias del cine contemporáneo —no porque lo busque, más bien porque define a la perfección lo peor de la posmodernidad—. Laura Paredes, Elisa Carricajo, Pilar Gamboa y Valeria Correa demuestran su versatilidad dramática dentro de distintos registros que sirven como los pétalos, el cáliz y el tallo de una flor que tiene un enorme interés dentro de la Historia del Cine, pero que termina por ser algo totalmente indiferente e incluso prescindible.

Hablar de La flor, significa abordarla en su totalidad cuando, a lo que se incita es a detenerse en cada parte, olvidando una totalidad que, en realidad, no existe y sí existe, se autodestruye cada vez que pensamos en sus más que abundantes debilidades. En un principio, enfrentarse a una película de trece horas no es tarea fácil ni debe serlo, la duración debe acompañarse con una propuesta que se adecue a la misma y trabajar la dimensión plástica más que cualquier otra cosa. El cine, al ser un arte visual y temporal, precisa de una aspiración pictórica o fotográfica además de adecuarse al ritmo de una buena pieza musical. Para películas de larga duración, el hecho de escoger la forma en la que se va a mostrar todo el metraje es esencial para poder expresar lo que se quiere. Wang Bing y Lav Diaz, aunque son directores tremendamente distintos, comprenden esta premisa y aplican a sus obras más extensas un rigor visual pasmoso al mismo tiempo que narran a través de una misma forma —entendamos “forma” como plasticidad, estética…— la historia o los hechos que les preocupan. Llinás opta por dividir la película en seis partes, juega sucio para camuflar su falta de dominio, no es capaz de idear una forma que se alargue durante demasiadas horas y, lógicamente y de acuerdo con su ambición casi infantil de rodar una película monumental —que ha estado en boca de todos más por su extrema duración que por sus pocas virtudes—, decide “separar” en capítulos esta obra que clama a la ovación por su envoltorio gigantesco. Es más, incluso en el tercer capítulo, que dura cinco horas, Llinás no puede contar una sola cosa, sino que introduce cuatro subtramas a modo de ‹mise en abyme› tan obvia como poco estimulante.

La propuesta de La flor es narrativa en sus tres primeras partes, ensayística en la cuarta, homenaje en la quinta y más o menos experimental en la sexta. La cinefilia de que Llinás hace uso y los autores de los que bebe —o abreva— eclipsan cualquier atisbo de originalidad, construyendo cada una de las historias conforme a los modelos del género que homenajean —podríamos hablar de parodia por la cantidad de clichés, pero todo está tratado con demasiada seriedad—, es decir, utiliza diferentes modos de narración según el tipo de cine al que “imita”. En la primera parte se mezcla el drama con la serie B, en la segunda la telenovela con el musical, etc. Pero lo interesante es que Llinás utiliza la misma puesta en escena en toda la película, siendo clara su fascinación por las actrices y la capacidad de estas para adaptarse a cada papel. Utilizando el formato 16:9, el cual otorga una amplia disposición para una serie de elementos, Llinás coloca los rostros de sus chicas en planos cerrados y situados, comúnmente, en un lateral de la pantalla, ocupando un tercio de esta. Así, deja espacio para mostrar un fondo difuminado y absolutamente abisal que sitúa en segundo plano cualquier cosa que no sean ellas. Lo malo de esta fórmula es que se lleva al absurdo, utilizándose en la mayoría de escenas que muestran primeros planos y tiende a convertirse en una obviedad muy acusada. Lo mismo sucede con los ‹travellings› y los planos/contraplanos que, al principio, funcionan como un lenguaje específico para cada escena en cada historia y terminan por aburrir dada su explotación. En el episodio tres, Llinás deja de lado la narración basada en el guión de los personajes para, directamente, contar lo que está pasando, como si la imagen ya no diese más de sí y necesitase de una vuelta de tuerca para no perecer. La voz en off describe las situaciones, aunque las veamos, cuenta las conversaciones, aunque las oigamos, y sobreexplica escenas que trascurren sin diálogo… La intención falsamente vanguardista se tambalea hasta quedar en evidencia en el episodio cuatro, el más interesante y el más revelador para con la persona del director y su idea de “cine”.

Rompiendo con la dinámica facilona y narrativa de las anteriores partes, La flor toma un rumbo entre el ensayo y la ficción metacinematográfica introduciendo el proceso de creación de la misma en la misma. Llinás decide dejar de grabar con las chicas y centrar un capítulo de su película en la floración de distintos árboles, para ello se va al campo y “descubre” que es más difícil grabar eucaliptos y robles que personas. Después se mezcla ese tema con una ficción que reúne elementos del cine-ensayo y la meta-narración para colmar con una representación del Olimpo en un sanatorio mental… Lo curioso y a la vez revelador de este capítulo es su final, donde Llinás aparece —por enésima vez— alegando que se le ha ido la olla y ha filmado una chorrada inconmensurable y que ya solamente quedan dos historias para acabar la película. Su incontrolable ambición le pesa y concede, quizá sin querer, su visión estrecha y absolutamente miope del cine contemporáneo.

«El cine se resume en el arte de contar historias» alega el director en un tramo de la película, mientras escribe en su cuaderno de notas, cambiando puntos por comas y borrando éstas después. En La flor, sucede algo que conecta con su director de una forma más abusiva de lo que parece. En cada escena, como en sus notas, se ve claramente donde se ha dado una pincelada o donde se ha cambiado una coma. Hay varios momentos en los que el film se deja ver tal y como se intuye, como un proyecto ambicioso carente de sustancia pero bien montado, bien grabado, bien estructurado… correcto. ¿Hay algo más banal que lo “correcto”? No sé si Llinás habrá sido capaz de mirar más allá del cine de Tarantino, Melville o los films estándar de espías, romance y asesinatos. No sé si se habrá fijado en las últimas películas de Godard o en las de Isiah Medina, Malick o en los innumerables films experimentales de la última década. ¿Hasta qué punto su visión literaria y literal de un cine taimado y repetitivo lo ciega para decir que filmar árboles sin personas al lado es imposible? Volvemos a Malick y añadimos a Pelechian, Flaherty, Epstein, Hutton, Lockhart, Tarkovski, Sokúrov… y en Argentina, Lisandro Alonso. ¿Cómo se articula Una partida de campo de Renoir ochenta años después? ¿Cómo optar por utilizar a las actrices para que hagan “de todo” y en el momento en que se muestran en su natural jovialidad, dejarlas de lado? ¿Por qué colocar intertítulos grandilocuentes y empeñarse en generar una historia manida en un capítulo cuyo aspecto visual ya es de por sí interesante? Porque Mariano Llinás tiene tanto de cineasta como de estafador, de constructor de historias, quizá olvidadas, pero tan poco relevantes como cuando se inventaron, como de ingenuo amante de algo que impide que el cine evolucione. Se apropia de la moda festivalera que acoge cineastas como Diaz o Wang Bing, se piensa que la duración lo hará “famoso” y termina por hacer una película que son seis que en realidad terminan por ser menos que la broma gastada. El atractivo que supone para algunos una historia con “miga”, con giros, con momentos varios que predisponen al que los presencia es, para otros, la banalidad de siempre. Una suerte de arquetipos cogidos de aquí y de allá mezclados para que parezcan algo nuevo y rompedor, “obras monumentales que abordan todo lo abordable” y se quedan en la más absoluta simpleza y falta de aspiración artística. La flor es una obra tan sosegada como inerte, tan versátil como aparatosa y tan larga como prescindible.

Si bien es cierto que no es una película que se base en elementos que no sean las actuaciones de las protagonistas, el hecho de que se atreva con otras formas de hacer cine, la convierte en algo irrisorio a la vez que pedante. Y es que las primeras partes se sustentan en la base de la narración tradicional —tan absorbente como poco sustancial— y funcionan bien dada la propuesta de Llinás de trabajar con las cuatro mujeres en diferentes géneros. Ellas interpretan varios papeles, en varios idiomas —aunque dobladas—, con varios registros dramáticos y consiguen hacer que el bagaje tan particular de Llinás se vea como un aliciente para una obra que trata sobre esas mujeres y no de otra cosa. Entre la brujería, los espías, Pimpinela, Tarantino, Sorrentino, Jean-Pierre Jeunet, la literatura vaga de fascículo y los finales abiertos, se puede, quizá, rescatar una clara propuesta feminista que da para pensar largo rato.

En La flor, las mujeres poseen los papeles que antaño se atribuían a los hombres y esto, no es sino otra de las muchas capas que denotan que Llinás lleva un rumbo más común de lo que se cree. A parte de ser bastante obvio que el feminismo es uno de los movimientos recientes más importantes y que más cambios ha producido, ya no en el cine, sino en la vida, es de señalar que en La flor se explota su mensaje de “equidad” llegando a extremos que rayan en lo preocupante. Al mostrar a las protagonistas de las historias como guerrilleras, médicos, empresarias, espías… toda una serie de “oficios” a los que, en el cine, han puesto cara actores masculinos denota, al menos para mí, un obvio y fácil cambio de roles que, por sí solo se acoge como válido e igualitario (!). La mujer debe ser hombre para tener poder. La mujer quiere tener poder. El poder se consigue mediante la violencia (guerrilla), la traición (espionaje), el liderazgo (médico) o la falta de escrúpulos (empresario, político, magnate). Y así se puede intuir que el adecuar a las chicas a modelos de personaje masculino, al margen de no ser nada nuevo, atenta contra la propia esencia de esas actrices, de esas mujeres, que imitan hasta la saciedad un modelo de actuación creado por hombres y para hombres. Resultando bastante penoso el resultado global por involucrar situaciones tan inverosímiles como políticamente correctas, pensando que funcionarán porque “deben” hacerlo.

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