El Viejo Roble (Ken Loach)

Ken Loach vive, la lucha sigue. No hay en esta frase una predisposición a ver el momento de retirada de un director tan amado y odiado como Loach, solo la intención de remarcar que su espíritu de revolución social persiste pese al paso del tiempo, con unas inquietudes más calmadas, con una especial atención a nuevos problemas que fusionar con los suyos predilectos, para que siga recordándonos que ahí está él, que sigue enamorado del cine.

En esta ocasión el director nos lleva al norte de Inglaterra, a través de unas simuladas fotografías en blanco y negro de una disputa entre locales y recién llegados al barrio. Sí, uno de esos barrios con casas pareadas de ladrillo rojo, antiguamente habitadas por trabajadores de la industria local que con el paso del tiempo han visto como ha ido cambiando su perspectiva de vida, aunque el aspecto siga siendo el mismo. Es este inmovilismo social el que se contrapone a la nueva reflexión que quiere calar en el espectador, ya que implementa el drama de la inmigración de campos de refugiados —en el caso concreto de El Viejo Roble son los refugiados sirios— pero se lo lleva a su terreno, la lucha de la clase trabajadora.

Las fotos tienen un significado concreto, desde la cámara de la joven siria Yara que se rompe en esa tensa llegada al pueblo, a los retratos que mantienen el orgullo empolvado de otros tiempos en el pub de TJ Ballantyne, ese The Old Oak que da título a la película y que se convertirá en centro neurálgico de todo el drama que esta historia contiene. Con el tiempo parece que Ken Loach ha dejado de lado la visceralidad de la protesta por una imagen más humanista al respetar la cercanía social del necesitado más allá de su visión unilateral de los problemas de los británicos.

A partir del pub, que sobrevive a duras penas con las visitas de los parroquianos, esos que solucionan el mundo unidos a una pinta de cerveza y que subrayan lo de «no soy racista, pero…», una crítica que en el fondo puede chocar con algunos de los longevos seguidores del director, Loach enarbola una imagen cambiante de su dueño, un hombre de mediana edad que tendrá que reinventarse para no perecer en el intento, y esa joven Yara que llega al barrio con sus impecables modales y su virtud de entregar todo lo que ni siquiera posee. El tándem formado, no siempre bien avenido, permite crear una red de solidaridad para todos aquellos que la necesitan, ya sean los locales que ven su porvenir afectado por una minería que acabó desapareciendo, como aquellos que llegaron sin nada a una tierra que les es ajena y solo buscan, como todos, salir adelante.

Ese espacio integrador da pie a resaltar batallas pasadas, huelgas laborales para asegurar un futuro, familias unidas ante la necesidad que sirven de espejo para las penurias vividas por esta gente llegada de campos de concentración, que han conocido todos esos problemas cuando tenían un lugar donde ejercer sus labores, a partir de hechos que culturalmente son ajenos pero también complementarios, y subrayando, puede que innecesariamente, que todos somos iguales ante una injusticia.

El Viejo Roble tiene ese carácter reformulador y esperanzador, una pequeña revolución social entre aquellos que se quejan de los cambios pero que no hacen nada por mejorarlos, quiere introducir a presión la imagen de grupo, la amalgama de caracteres que unidos crean algo mejor. Ken Loach desea reescribir la palabra comunidad ante los nuevos dramas sociales. El problema es que, aunque comienza de un modo interesante, va dejándose llevar por un drama buenista y salvador que resulta cargante, consiguiendo que el espíritu reformista ofrezca un mensaje blando, típico. Eso sí, se puede resaltar el empeño de sus dos protagonistas, dos personajes carismáticos que se alimentan de los contratiempos, además de tener cierto encanto (rancio, pero encanto) la añeja clientela del bar, farfullando quejas con la espuma de la cerveza todavía pegada en los labios y un especial recuerdo para la perrita del dueño y su importancia en el mensaje. El conjunto no consigue equilibrarse, pero las pequeñas aproximaciones a cada uno de los implicados sí aporta carácter a una película pasajera, imposible de idolatrar, que busca convencernos para ser mejores personas.

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