El viaje de Lillian (Andreas Horvath)

El viaje de Lillian parte de una premisa aparentemente sencilla: una emigrante rusa situada en un culmen para la civilización como la ciudad de Nueva York emprende un viaje de vuelta a casa. Asimilada su protagonista en un entorno de ciertas hostilidades e indefensión, como se nos muestra en su tajante opening, el cineasta austriaco Andreas Horvath, y bajo la producción y apadrinamiento de Ulrich Seidl, adapta al largometraje la historia verídica de una mujer llamada Lillian Alling, quien en la década de los 20 se decidió en abandonar la ciudad que nunca duerme para irse caminando hacia su Rusia natal. Horvath, cuya filmografía se ha reducido hasta este momento al documental, adquiere ciertas ideas del formato para recrear de manera cercana la vuelta a casa como un viaje cuasi existencial, como retorno a la tranquilidad después de una etapa a todas luces decepcionante; en la mencionada escena inicial, Lillian, aspirante a modelo, es tentada hacia las sórdidas ramas del mundo del porno. Ante un posterior rechazo debido a un permiso de residencia caducado, se toma al pie de la letra el consejo de volver a su punto de origen.

A medio camino entre la ‹road movie› y las ansias hacia la representación fidedigna del documental, Horvath propone un excelso trayecto a través de los Estados Unidos secundarios, esos recovecos escondidos en los mapas con la óptica situada en las recepciones emocionales de su protagonista, a la que se dota de un encomiable y perenne silencio. Lillian se introduce por carreteras y zonas accesorias encontrándose un variopinto cúmulo de situaciones, otorgando a la joven un trasfondo dramático en la evolución idiosincrática que sufrirá. Sus acercamientos a una humanidad heterogénea tendrán desde un aparente violador, hasta un encuentro con un Sheriff local que la recoge como una autoestopista más; sirviendo esto como ejemplo de algunas de las coyunturas que vivirá, la aflicción será el elemento más visible de todas las tesituras vividas, con escasos momentos de gentileza hacia la desconocida. Lillian es concebida como una figura de hálito fantasmagórico, de la que se desconoce completamente su origen, deambulando por esa América que parece anquilosada en el tiempo; esas zonas rurales que han vivido los exilios hacia las grandes urbes y cuyos miembros luchan por mantener el estilo de vida tradicional que el paso de los años pareció desbancar.

Como una radiografía del espacio y el status social, Horvath se adentra en un estilo narrativo incisivo, que no niega el utilizar ampulosos artilugios de puesta en escena para mostrar la amplia arquitectura orográfica de los rurales Estados Unidos. Consigue además un tono visual uniforme, repleto de magnetismo, como una perfecta puerta de entrada hacia el espectador en sus propósitos tonales: la película se engulle bajo un abanico de sentimentalismo que comprende desde el dolor, el desconsuelo o la amargura, dejando en su densidad dramática un espacio para la tensión y el hilo intrigante ante el devenir de los sucesos. La obra está asimilada en su gestación como un documento realista, utilizando una sequedad en los diálogos que contribuye a la confección de un enorme mapa visual y sonoro de los escenarios. El dibujo escénico de pretensiones ópticas pomposas y grandilocuentes converge con finos retratos humanos de cada uno de los personajes que se topan en el camino de Lillian, confirmando las querencias, afines al retrato audiovisual, de la enormidad y variedad formal de la nación.

La película se apoya en sus propósitos emocionales en la sobria interpretación corpórea y gestual de su protagonista, una excelente Patrycja Planik. Ignorando el diálogo, la actriz es un vehículo para mostrar la paulatina crudeza que se va apoderando de la historia, formando una contraposición emocional ante la aparente luminosidad de los paisajes. Con un carácter reflexivo, El viaje de Lillian es una obra inteligente en su tratado de la gran nación que rehúye del presente por recrearse en los tiempos pasados de glorificación, donde la luz que se ve a simple vista esconde unos recovecos de tinieblas de los que es imposible desprenderse; y ese modo de idiosincrasia, que se comparte con la propia efigie quimérica y espectral de la propia Lillian, emerge en una obra en el que la naturaleza humana acaba en una simbiosis desoladora, acrecentada por lo ambiguo de su resolución final.

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