Childhood Days (Masahiro Shinoda)

La década de los ochenta fue una época de cambio para el cine de Shinoda. El maestro empezó a espaciar sus proyectos por períodos más prolongados de tiempo de lo que venía siendo habitual en él tras más de veinte años de incansable trabajo. Quizás empezaba a sentir el estrés inherente a esos grandes cineastas a los que el público exigía siempre un punto más que al resto de los mortales. Su ritmo se ralentizó una vez finalizada una de sus mejores obras: La balada de Orin. Destacando dos cintas en el decenio ochentero. Una rareza como MacArthur’s Children, película en la que por primera vez tocó la temática de la posguerra japonesa e igualmente por primera vez otorgaba el protagonismo a personajes infantiles. Y Gonza el lancero, obra mayor que de nuevo situaba su prosa en esa forma de filmar tan elegante y a la vez tan agresiva propia de uno de los grandes genios del cine nipón, retratando una de sus principales obsesiones: el destino fatal, ligado a las tradiciones ancestrales del viejo Japón administrado por señores de la guerra y samurais (vestidos con armadura o con corbata), que aguarda a aquellos que se dejan vencer por las pasiones innatas desatadas por el influjo del sexo y la obsesión.

Y la década se cerraría con la película que me dispongo a reseñar. Otra extravagancia que parecía no beber de la grafía original del autor de Bajo los cerezos en flor. Y es que con Childhood Days Shinoda regresó a los parajes de su peculiar MacArthur’s Children. De nuevo tornaba a un ambiente centrado en el crepúsculo de la II Guerra Mundial. Otra vez se atrevió a dejar el liderazgo narrativo de su historia a los niños. A ese universo infantil tan enigmático y añorado. Y de un modo radical. Pues la película renuncia absolutamente a retratar el mundo observado desde una perspectiva adulta. De este modo los personajes maduros actúan en el film como una mera comparsa de acompañamiento y sustento a los auténticos líderes del relato, que no serán otros que los niños. Pocas películas han explotado este paradigma de una manera tan pura y esencial como Shinoda lo hizo en esta obra maestra. Quizás solo Truffaut con su La piel dura se aproximó algo a la propuesta trenzada por este genio japonés. Ello convierte a esta pieza de arte en una película envuelta en un aura que la asemeja a un anime japonés más que a un producto protagonizado por actores de carne y hueso. Su fotografía así lo indica. Una foto naturista que se regocija en los paisajes agrestes y salvajes del Japón rural aprovechando las ventajas cromáticas y pictóricas referidas a este entorno. Muchos de los encuadres (sobre todo los fotografiados a través de esbeltos planos generales que captan la belleza natural del horizonte y los que recogen los cielos enrojecidos por el fuego del atardecer) ofrecen una sensación de irrealidad luminosa que recuerda a esos dibujos esbozados por Hayao Miyazaki o Isao Takahata en sus cumbres de los ochenta o por poner un ejemplo muy claro y conectado espiritual y visualmente con la obra reseñada, con la reciente En este rincón del mundo de Sunao Katabuchi, cinta que estoy seguro tuvo muy en cuenta a la película de Shinoda a la hora de diseñar sus campos y firmamentos.

Un punto que sí delata la pertenencia de la criatura a su creador será su textura conceptual. Sí. La cinta no defrauda desde el punto de vista visual. Abusando de planos milimétricos filmados en grúa que utilizan este medio de transporte para rubricar espectaculares y casi invisibles movimientos de cámara que con un simple chasquido de dedos ubicará el foco desde iniciales planos cenitales hacia una línea situada a la altura de los ojos de los niños. Ello fue utilizado por Shinoda en varios planos de este estilo que contienen una clara ambición semántica. La cámara situada en las alturas describe la lejanía filosofal que siente el protagonista llamado Shinji fundamentalmente porque lo que encapsula el objetivo de la lente suelen ser escenas de peleas y palizas que no casan con la mente del niño. Sin embargo cuando el grupo llama la atención de Shinji respecto a su evasión, Shinoda introducirá a éste en la psicología de la escena bajando la cámara a su altura desde los cielos sin emplear cortes de montaje para conseguir este efecto distintivo. Al maestro le gustaba jugar con el espectador, introduciendo pistas visuales a lo largo del metraje y este hecho se incluye en la cinta. También su apuesta por la elegancia y la pulcritud. Por esos planos ubicados dentro de las casas de bambú de una hondura de campo solo a la altura de una mente privilegiada como la suya. Fijando la cámara en el sitio oportuno para que desde la rigidez del plano fijo sus actores conversen y den lo mejor de sí dentro de la cápsula tomada en la escena. Gozando de la geometría. Son varias las secuencias en la que a partir de un plano fijo el escenario se divide en tres o cuatro partes. No me puedo olvidar del plano en el que se observa la habitación principal de la familia avistando a la izquierda del mismo la puerta de entrada de la casa por la que aparece el amigo y antagonista de de Shinji llamado Takeshi que acude en su busca. En el fondo tapada por una mosquitera se encuentra la tía de Shinji atareada con las labores domésticas y a la derecha en medio de la profundidad del habítaculo la abuela cosiendo. De repente Shinji aparecerá en primer plano tras salir de su ubicación fuera de campo colocándose a una distancia de la puerta entre medias de la posición de la abuela y la de su amigo. Con una sola estampa Shinoda conseguirá retratar cuatro escenas distintas logrando despertar el interés del espectador otorgando la importancia que merece a cada uno de los figurantes de la misma. Puro Shinoda.

El guión también es portentoso. Basado en una novela de tonalidad autobiográfica escrita por Hyozo Kashiwabara. Shinoda fue uno de los mejores adaptadores al lenguaje cinematográfico de las letras y contenidos de las grandes novelas escritas por gigantes escritores de su país tanto contemporáneos como clásicos. Más de la mitad de su filmografía fueron adaptaciones literarias. Solo en sus inicios y de la mano de un loco como Shûji Terayama (colaborador habitual de Shinoda en sus comienzos) se dejó guiar por la improvisación de narraciones no ideadas por finos compositores de las letras niponas. La fábula evoca a ese cine añejo de los Shimizu y Ozu. También a los animes versados en los alrededores de la posguerra japonesa. Es cierto que algo convencional, no aportando nada nuevo desde el punto de vista expositivo a otros relatos que contaban exactamente con una sinopsis similar. Marcando la diferencia en la expresión y en el molde. En la forma de construir las escenas y en el montaje. Y en su opción de desplazar a los adultos del centro para otorgar éste a los niños, quienes serán los amos de los hilos torciendo el sendero de lo que está sucediendo en todo momento hacia el lado que más se apropia de sus emociones y sentimientos sin ningún tipo de contaminación externa.

La cinta arranca situando la acción en el verano de 1944 en la ciudad de Tokio. Una capital tocada por la bestia de la guerra, pues todos temen que la aviación estadounidense comenzará sus bombardeos sobre ella de forma inminente. Bajo esta amenaza, una familia acomodada integrada por un oficial del ejército del Emperador, una virginal y sumisa esposa (interpretada por la gran dama del cine oriental y a su vez esposa del maestro Shima Iwashita) y sus dos hijos varones tomarán la decisión de trasladar al pequeño de la estirpe llamado Shinji hacia un pueblo rural perdido en las orillas del Mar de Japón donde residen sus tíos. De este modo la madre de Shinji y el pequeño atravesarán el país en tren para aterrizar a este sagrado y oculto paraíso donde la guerra parece no haber hincado aún el diente.

La adaptación del niño al nuevo ambiente será compleja. Por un lado por su carácter tímido e introvertido. Shinji es un niño de paz que odia cualquier conato de enfrentamiento o violencia con sus compañeros. Amante por contra de la lectura. De los escritos de Alejandro Dumas y de las historietas de acción protagonizadas por ninjas y bandas de asesinos. Ello chocará con el temperamento salvaje y bruto que perfila a los niños del pueblo. Chavales que aunque no han sufrido la guerra en primer plano, actúan de un modo beligerante empleando la coacción y la violencia como método para la consecución de sus objetivos. Así Shinji conocera a Takeshi Ohara, un chaval robusto, fuerte y pobre que ha sido nombrado delegado de curso en ausencia de otro niño de mayor linaje que se encuentra enfermo. Takeshi manejará las ventajas de su reinado escolar para ganarse las simpatías del recién llegado, con el que iniciará una interesada lucha con el fin de ridiculizar y someter a Shinji a su antojo. Pues Takeshi realmente es un ser triste y amargado que envidia la posición de su antagonista, dado que conoce que a pesar de sus capacidades la pobreza que castiga a su familia le impedirá formarse cuando termine su etapa en la primaria.

La maniobra aplicada por Takeshi supondrá un auténtico dolor de cabeza para Shinji. El cual disfrutará de la compañía de su nuevo colega compartiendo con él libros y pasatiempos varios, pero también soportará el carácter violento y desequilibrado de Takeshi cuando éste, muerto de envidia, comience a ridiculizar y apalizar a Shinji, quien en virtud de su carácter pasivo y totalmente alejado de esa hostilidad que empapa la índole de sus camaradas deberá hacer frente a esa soledad que escolta a los que deciden apartarse de la lucha para ocupar un segundo plano.

Conforme el tiempo va pasando, Shinji acercará posturas con los chavales que han sido objeto de burla por parte de Takeshi, fundamentalmente con el gordo Futoshi, una fuerza bruta obeso hasta la médula con un corazón de oro y que fue apaleado por Takeshi. Futoshi tiene una hermana adolescente y rebelde cuya fogosidad escapa del control de sus padres. Ardor suscitado por su relación con un joven soldado temeroso de ser llamado al frente. Shinji también establecerá una relación cercana con la pequeña Minako, otra niña de ciudad que ha encontrado refugio en el pueblo y que además es sobrina de su tía.

Pero la derrota y aislamiento que vierte los pasos de Shinji será desgajada el día en que retorna al colegio el antiguo delegado. Suno. Un chaval frío. Perteneciente a una familia adinerada. Culto. Pero también maquiavélico y rencoroso. Un niño que ha fijado su objetivo en derrocar a Takeshi. Y para conseguir su fin no dudará en emplear todas sus armas. Acogerá a Shinji de su destierro. Y a todas las víctimas de la furia de su enemigo. Trazando un plan para provocar su derrota. Caiga quien caiga. Sin ningún tipo de escrúpulos ni freno. Detonando la violencia. Pues sin violencia no puede haber revolución. Y esto es la guerra. Una contienda en un marco micro que servirá a Shinoda para inyectar una inteligente metáfora acerca del carácter despiadado, vil y sucio que define al ser humano. Pues no existe una etapa más pura que la infancia. La misma nos retrata, pues aún no hemos sido contaminados por la experiencia. Y es justo en nuestra infancia cuando la crueldad aflora. Cuando la sangre nos excita. Cuando el combate no nos da miedo. La guerra seguirá existiendo mientras el ser humano siga siendo ser humano. Pues es un mal que nos atrae y nos seduce incluso en nuestro caminar por la ingenuidad.

Estos mimbres sirvieron a Shinoda para hilar una de las más bellas y poderosas películas alrededor de las causas y orígenes que provocan las guerras. Partiendo de un espacio temporal concreto que abarca justo un año. Pues la estancia de Shinji en el pueblo se extenderá desde el verano de 1944 hasta la estación siguiente que culminará con la rendición japonesa y con ello con el regreso de Shinji junto a su madre a la capital, abandonando a su familia de acogida y a sus amigos del alma repentinamente, casi sin avisar. Como he comentado en párrafos anteriores, la película teje muy bien todo el conglomerado bélico que se mueve en los terrenos dialécticos zurcidos por el maestro. Por un lado se revela la dicotomía existente en el Japón de los cuarenta. Bajo el rostro de Shinji, un niño de ciudad, culto, instruido tanto en la cultura oriental como en la occidental. Y pacífico. Al que le da alergia cualquier exabrupto de crueldad o coacción. Un talante que chocará con el de los niños de la villa. Salvajes y feroces. Adoradores de la violación de la paz. Hecho sorprendente pues al contrario de Shinji, ellos no han sido testigos ni partícipes de la agresión de la refriega en su cercanía. La pugna para ellos no es más que una palabra que suena remota. Puede que por ello sea objeto de culto por su parte. Porque desconocen las consecuencias del conflicto. Secuelas que sí ha degustado Shinji, quien percibe que la guerra, que lo ha obligado a separarse de su familia, no puede ser nada bueno.

Me encanta el envite lanzado por Shinoda de sajar a los mayores de la trama. Los cuerpos adultos solo son marionetas que no atañen al interior. Son exteriores. Los padres de Shinji aparecerán al principio y al final, como un recurso necesario para hacer fluir la intriga. Los profesores se muestran más como sombras insípidas que como apariencias significantes. La familia adoptiva del protagonista hace acto de presencia testimonial, sin regar con su jugo el ánimo íntimo. Todo el poder descansa sobre los hombros de los niños. En sus miradas repletas de pasión y miedo. En sus pillerías que rebosan un sadismo inquietante. Resulta clarividente la intención de Shinoda de edificar dos bloques contrapuestos. El de la cordura representado por Shinji y el de la locura descrito por Takeshi y Suno. Dos enemigos irreconciliables. Ambos egocéntricos y autoritarios. A los que les gusta someter a sus colaboradores a todo tipo de vejaciones como mecanismo de control y poder. Una alegoría de esos dictadores de pacotilla que condujeron al mundo a su casi total destrucción.

En este sentido se pueden hallar ciertas conexiones entre el guión del film y la novela objeto de análisis con la legendaria Los muchachos de la Calle Pal de Ferenc Molnár, otro texto que empleaba el imaginario infantil para conjugar mensajes cifrados adosados en los orígenes de la guerra. Además de los avisos ideológicos desprendidos por el film, sin duda su punto fuerte e inolvidable no es otro que su envoltorio visual. Un dibujo animado hecho película de acción real. La cámara de Shinoda ejecuta auténticos trucos de magia. A partir de unos planos reposados filmados en los exteriores de los campos, vías y caminos sitos en las afueras del pueblo. Un juego de espejos que se aprovecha de la privilegiada visión espacial del maestro. Su fotografía de los paisajes montañosos y campestres eriza la piel. Un anime en movimiento. Esos colores amarillos y rojos reflejados en el mar y cielos no son de este mundo. Tampoco esas secuencias obtenidas en los interiores de las casas de bambú donde las puertas y cortinas juegan un papel primordial. Como esa escena en el colegio donde un Takeshi derrotado sentado tras unas rejas de madera que denotan su cautiverio interior surtido por su destrozo a manos de Sudo recibirá la visita reparadora de Shinji quien de espaldas a la cámara se situará en frente de su colega y rival orientado hacia el minúsculo hueco que separa a Takeshi de los barrotes. Shinoda lo vuelve a conseguir con un único plano. Mostrando dos emplazamientos diferentes en la misma toma. El fracaso de Takeshi fotografiado a través de las barras y la victoria de Shinji quien vencerá la opresión entrando por la puerta abierta que disgrega la zona en la que se fija su antagonista. O esos planos medios que reproducen el jolgorio de los chavales a la salida de las clases en los que seremos partícipes de las alegrías de unos niños que corren libres sin barreras por los caminos de tierra que conducen hacia sus casas. O… paro porque podría pasarme dos lustros platicando de las hermosas y soberbias secuencias hilvanadas por el maestro Shinoda que tanto me obsesionan.

Tan solo me queda invitar a quien no haya visto esta obra maestra del cine japonés de finales de los ochenta-principios de los noventa a que se atreva a probar este plato de alta cocina japonesa horneado por un Masahiro Shinoda muy maduro y consciente de su saber hacer. Un sensei al que le quedaba ya poco cine que realizar. Pues después de esta perla tan solo volvería a emplazarse detrás de las cámaras en cuatro ocasiones, abandonando el mundo del cine en 2003. Como esos ancianos que viajaban a los hombros de sus vástagos por las laderas del monte Narayama, tal vez Shinoda sintió con su último film que ya no tenía nada que aportar al cine y debía retirarse silenciosamente a otros lugares ocultos para el gran público. Un acto consecuente con su personalidad. La de un japonés de pura cepa que llevó por bandera su cultura y arte en todos y cada uno de los productos de los que fue responsable. ¡Larga vida maestro!

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