Chevalier (Athina Rachel Tsangari)

El mundo es poco más que una competición de fondo que nos dirige al absurdo más absoluto sin remedio. En los últimos años Grecia, a través de su cine, nos ejemplifica lo inútil que es amaestrar a la bestia humana para convertirla en perfecta. Saben reírse tanto del hombre como de sus errores, viviendo de primera mano la humillación del señor dinero a nivel socio-económico. Pero para esas risas nos van clavando agujas, sin ser expertos acupuntores, así que nos paralizan ante la pantalla, dejan pequeños regueros de sangre por los que no vamos a gritar, pero las heridas persisten hasta obligarnos a lamerlas en solitario. Si tenemos alguna fachada, nos la van a derribar, y obcecados, volveremos a su cine a por más. La curiosidad siempre nos puede, aunque duela.

Athina Rachel Tsangari sigue ese estilo de doble moral en Chevalier, donde la vacuidad de seis machos se transforma en el lloriqueo de seis niños caprichosos en lo que cuesta un abrir y cerrar de ojos. Grecia se desploma en las calles, pero hábilmente se aparta de tierra a velocidad crucero para encerrarnos en un yate donde solo los hombres tienen un lugar presencial. Ricos y aburridos, arrastrando su virilidad en apretados trajes de neopreno, descansan a una distancia adecuada de sus vidas en un periodo vacacional.

Alta mar tiene siempre el mismo problema, la cubierta no da para más pasos una vez llegada la noche y lo que era una muestra de roles cada cual más superior al anterior, se transforma pronto en una competición, «de caballeros» dicen, donde ponen en juego eso mismo: su superioridad ante los demás. El parchís se queda corto.

Chevalier no esconde su burla incesante ante las inseguridades expuestas. Todos ellos, para ser los mejores deben pisar a los demás, a un mismo tiempo en el que necesitan esconder sus necesidades. Tenemos el privilegio de ver sus dos caras, esa imagen manipulada frente a otros y ese brillo infantil, fuera de lugar, en su soledad. Es así porque Athina nos sitúa en la posición del espía, ellos cogen las libretas para anotar cualquier movimiento ajeno mientras nosotros les observamos a través de puertas entreabiertas, del mismo modo que el reducido espacio de rodaje convierte sus confrontaciones en cámaras indiscretas, acercándonos peligrosamente a sus insípidos rostros.

Pero aquí no hay seis egos que evaluar. Constantemente debemos recordar la intrusión y se consigue tanto por parte de las especulaciones del servicio (también hombres) que manipulan e incluso reproducen los delirios de sus superiores, como otro estrato, como quien ve un programa de prensa rosa donde todos se matan entre ellos y los espectadores añaden más peso a la balanza para elevarlos o hundirlos —es válido citar un programa sobre fútbol o política, todo es el mismo circo—. También esa inteligente forma de introducir la ausente visión femenina (más allá de la de la directora), solo presentes a través de conexiones tecnológicas, relegadas a un lazo que se puede cortar presionando un botón, y aún así empleadas como un baremo más sobre el que puntuar, un elemento necesario para su evolución, una silla sobre la que subirse para ser más altos.

Más allá de si el machismo es el motor de este barco, se nos recuerda que desde pequeños nos induce a pensar que la competición es algo necesario para superarnos (algo que creer o no), y aquí se desvelan tantas posturas como errores de forma: desde el señor que asume la superioridad por derecho hasta el que la practica en la intimidad, pasando por el siempre necesario contrapunto del que nunca gustó de competiciones y como un «mindundi» más pierde el interés en la batalla favoreciendo a otros como un modo de encajar. Toda la vorágine exterior, encerrada en seis roles que bordean Grecia por mar.

Llega un momento en que me acuerdo de Canino y su baile coreografiado para otros. Resulta que ambas películas comparten guionista, y Efthymis Filippou sabe introducir un mismo elemento para un golpe de efecto importante y cadencioso, en esta ocasión al ritmo de Minnie Riperton, que no hace más que acrecentar nuestro sentido del ridículo —por momentos ausente, por momentos protagonista— en Chevalier.

Las conversaciones son hilarantes, tanto como ilimitados los modos de medir la perfección humana, esto se consigue gracias a las excelsas interpretaciones de todos los actores involucrados, con esas miradas virales que se van empequeñeciendo en favor de una batalla perdida. La obstinación por considerar este teatro una realidad, donde se desdibuja al verdadero hombre en pos de alcanzar una imagen de acero y oro, solo prima la infelicidad ajena que nos resta puntos a los demás por juzgar con ferocidad y diversión estos seis tipos con mástiles en vez de penes, convertidos en serrín durante estas merecidas vacaciones. Ser irracional es lo más.

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