Athina Rachel Tsangari… a examen

Grecia, el nuevo caramelo ácido que paladea Europa. El psicólogo Stanley Milgram ideó «el experimento del mundo pequeño de Milgram», un modo de demostrar que existen esos seis grados de separación entre un individuo y otro totalmente desconocido. Pero el cine griego, así, por casualidad, no conoce diferencias y se conecta directamente, unos al alcance de otros con sólo estirar un poco un brazo. Lo demostraré: Athina Rachel Tsangari dirige (primera y única vez) al chico malo del cine griego Yorgos Lanthimos en Attenberg, una especie de favor tras ser ella una de la productoras de uno de sus primeros (y no único) bombazos como director, Canino, película donde comenzó a firmar sus guiones con Efthymis Filippou, quien se unió a Athina para escribir su última película (la que nos hace convertirla en directora de la semana), Chevalier. Uno de los protagonistas es Vangelis Mourikis, quien trabajó en Attenberg como padre de Ariane Labed —como gran aliciente de la película fue premiada en Venecia— musa de Yorgos a partir de Alps. En Attenberg la amiga de Ariane fue Evangelia Randou, casualmente protagonista de la primera película en solitario de Yorgos, Kinetta. Ariane y Yorgos están casados.

¿Seis grados? ¡Já!

Es fácil de este modo comprender los paralelismos entre la obra de unos y otros (o de todos ellos en general), aunque el fuero interno de cada uno gana terreno cuanto mejor conocemos su cine. Por eso me resulta sencillo decir que no, lo de Athina no tiene nada que ver, su punto de vista pasa por un filtro de feminidad que, pese a limpiar todo rastro de afecto hasta el discurso aséptico, sabe manipular el sentimiento para involucrarnos emocionalmente, desde su distancia, para ablandar corazones de acero con funcionamientos rutinarios.

«Nunca he tenido algo moviéndose en mi boca antes.»

Attenberg. Si Marina es el centro de atención (Ariane Labed consigue desbordar todos los vasos con su sinceridad) son tres focos de su vida los que consiguen cimentar esta historia en los últimos retazos de un siglo XX que se apaga. Su padre maneja su frialdad y la enfoca racionalmente hacia el mundo, como arquitecto nos sirve para descubrir esa crítica hacia un monte Olimpo plagado de excavadoras, donde la evolución ha suprimido pastores por máquinas simulando un entorno mejor en el que no se aprecia belleza alguna. Este es el lazo que desaparece.

Está su amiga Bella, nombre que esconde a una devoradora, siempre un paso por delante de Marina, sirve para desplegar las escenas más conceptuales y a la vez visuales de la película, los puntos de imaginación desbordante. Experimentos artísticos mediante, Athina recurre a ellas para hablar sin tapujos de hombres, mujeres, cuerpos y secreciones, de amor o misterio, como un ensayo de vida, o una revolución de datos carentes de significado. Este es el lazo permanente.

Por último está el hombre del hotel con barba, el desconocido, aquí es donde la protagonista pone en práctica todo aquello que desconoce, principalmente la relación con otro ser de su misma especie, algo sobrevalorado hoy en día, pero que no pierde oportunidad de probar. Este último lazo está por desarrollar.

Attenberg, título que nace a partir del naturalista David Attenborough. Marina, que devora y “vive” sus documentales podría ser uno de esos especímenes que él estudiaba en sus grabaciones. Aunque no tengamos su voz en off para explicárnoslo, durante el metraje descubrimos un comportamiento anómalo, básico y “racional”, donde todo sentimiento puede ser explicado con palabras y representado sin implicación: limpio y claro, alejado de nuestro comportamiento natural. Ella es un producto que todavía desconoce la sociedad, donde no está implicada más allá de su forma física. Pasaría por un ‹cyborg› en el que programar la partida que incluye los conceptos ‘amor’ y ‘asertividad’, mientras asimila los de ‘vida’ y ‘muerte’.

Esa separación con la emotividad desaparece en algunos detalles, el más icónico es la intrusión de la música en algunas escenas, que pasan a tomar un protagonismo propio y nos recuerdan algo que todos hacemos, utilizar palabras (o rimas) ajenas para expresar nuestras carencias dialécticas, no todo va a ser un homenaje a Jean-Luc Godard. Disfruta también de simetrías que nos llevan a una fría neutralidad para dar paso a la intimidad, o parajes naturales que envuelven conversaciones tajantes, siempre equilibrando la significancia en un mundo reducido a cuatro personas.

Athina dice «no separar la forma del contenido». Así parece que toda su filmografía tiene una especie de hilo conductor en el que implica inquietud humana desde una distancia palpable, dando un aspecto culminante al lugar, no sólo a las personas. Por ello tras Attenberg desarrolló esos movimientos animalísticos de las protagonistas en el mediometraje The Capsule, e ironizó con el concepto de superioridad homínida en la reciente Chevalier, llevándose siempre una ovación por ello.

El cine griego parece estar conectado con alguna desoladora imagen, ya sean sus ruinas o sus futuras construcciones, todas ellas sirven para versar sobre lo vivido, sin necesidad encontrar parecidos razonables, solo por una proximidad que Athina Rachel Tsangari sabe exprimir con sus propias manos.

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