Cerrar los ojos (Víctor Erice)

Un milagro apellidado Erice

Un poema en prosa que arde en belleza en medio del desierto, así se podría definir Cerrar los ojos, nuevo largometraje de Víctor Erice que se estrenó incomprensiblemente —y para deshonra del propio certamen y de su director general, Thierry Fremaux— fuera de competición en la pasada edición del Festival de Cannes.

Miguel Garay (Manolo Solo) es un director de cine retirado que vive en el sur de España con lo justo y necesario desde que, veinte años atrás, su amigo Julio Arenas (José Coronado) desapareciese sin dejar ninguna pista mientras rodaban una película. Cuando un programa de televisión que está preparando un episodio sobre el extraño suceso le invite a participar, Garay viajará a Madrid para recorrer ese laberinto lleno de imágenes y polvo que es la memoria y, en el proceso, se reencontrará con Max (Mario Pardo), antiguo montador de sus películas y viejo compañero de viaje; con Ana (Ana Torrent), hija del desaparecido Arenas; con Lola (Soledad Villamil), ex-amante con quien compartió su juventud; y, a fin de cuentas, con el reflejo quebrado en arrugas de su propia vida.

Que Víctor Erice estrene un nuevo largometraje más de treinta años después de ganar el Premio del jurado y el de la crítica en Cannes con el Sol del membrillo es, ya de por sí, una victoria para el séptimo arte. Que Cerrar los ojos sea una obra maestra inconmensurable, cuyas imágenes son difícilmente definibles debido a la profunda carga emotiva y reflexiva que las reviste, no es sino el mejor de los regalos que los espectadores podían recibir. Si en El espíritu de la colmena y en El Sur, el director conseguía palpar a través de la piel emocionada de la mirada cosas tan inasibles como lo son la memoria, la curiosidad devenida en lágrimas y silencio que impulsa a los niños a descubrir el mundo y la capacidad de artefactos como la imaginación y el cine para ayudar a las personas construir una identidad propia e imaginar la de la gente que les rodean, en Cerrar los ojos logra la difícil gesta de tatuar en la pupila del espectador la tristeza teñida de melancolía que ahoga a su protagonista, un hombre mayor que camina por unos paisajes que ya no reconoce, un director que no dirige y que ha sido devorado por el paso del tiempo.

La cinta es el punto de llegada de un viaje que Erice inició en su primer largometraje: las obsesiones anteriormente mencionadas también se pueden hallar en las casi tres horas de duración que tiene Cerrar los ojos, salvo que aquí la inocencia con la que las niñas protagonistas de El espíritu de la colmena y El Sur observaban el mundo ha sido sustituida por el descreimiento de un personaje cuyo campo de visión está ensuciado por la niebla y la certeza del sinsentido. El tiempo ha pasado y tanto el mundo como el cine le resultan irreconocibles. A nivel formal, la película está en las antípodas de lo que se esperaba del director, puesto que aquí la obra no funciona como un fresco poliédrico en el que las imágenes insinúan más que muestran y en el que los silencios y los encuadres le otorgan un tacto a esas ideas y emociones que no lo tienen, sino que la historia se desarrolla casi en su totalidad gracias a unos diálogos muy literarios que son recitados con contención por unos actores en estado de gracia. Gran parte de la cinta está compuesta por conversaciones muy prosísticas entre unos personajes que recuerdan un pasado al que no pueden regresar y que, por tanto, el espectador no puede ver. Erice sólo pone en imágenes la fabulación que Garay hace de la última noche de su amigo y el resultado —esa imagen de Coronado bajo la portería de fútbol— es admirable.

La idea es crear una sinfonía de palabras heridas para que la llegada del silencio tenga una fuerza torrencial, por inesperada. Una vez que la película alcanza su tercio final, la pantalla se inflama del lirismo anaranjado habitual del director y los personajes, esos ateos practicantes, encuentran una chispa de liberación, de sentido, gracias a la comunión con el celuloide. Entonces la luz del proyector se funde con la oscuridad, los párpados se cierran ante la impetuosa emoción de un final que es puro milagro, el círculo que abrió la primera escena de El espíritu de la colmena se cierra de forma perfecta y Víctor Erice pone —muy posiblemente— el punto y final a su magistral carrera exorcizando los demonios de la inacabada El Sur y la cancelada La promesa de Shanghái con una de las mejores películas en lo que va de siglo. Gracias Víctor.

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