Céline y Julia van en barco (Jacques Rivette)

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Jacques Rivette es considerado miembro fundacional y el principal ideólogo de la Nouvelle vague, el movimiento francés que tuvo lugar entre finales de los años cincuenta y la década de los sesenta, que revolucionó la cinematografía del siglo pasado transgrediendo drásticamente las convenciones narrativas y estéticas del cine clásico. El ex-redactor jefe de Cahiers du cinema es el autor con menor repercusión mediática y el más incomprendido del núcleo duro del movimiento denominado La banda de los cuatro, al que también pertenecían Jean-Luc Godard, François Truffaut y Éric Rohmer. El eje de su personal estilo se sustenta en el despliegue del argumento mediante la captación, los matices y el enfoque de la realidad, siempre por encima de la disposición de ésta. Un autor fiel a sus principios, muy amante de la experimentación y un espíritu libre deliberadamente desafiante, dotado de una ambigüedad misteriosa que incita a cada espectador a dar sentido a los diferentes temas de acuerdo con sus propias sensaciones. La teatralidad de su estilo requiere de cierta exigencia en el nivel de atención por parte del espectador pero dista mucho de ser el cine cerrado e inaccesible que muchos aseveran si uno se involucra activamente en la narración.

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Rivette cuenta con una gran cantidad de títulos recomendables, entre los que destacan, por citar solo unos cuantos, Paris nos pertenece, L’amour fou, Out 1, noli me tangere, La bella mentirosa, La banda de las cuatro, Confidencial, y el filme que nos ocupa, su incursión más exitosa comercialmente y la poseedora de mayor aceptación por parte de la crítica. Rivette propone un juego desafiante muy psicodélico atorado de misterio y fantasía, en el cual vuelve a enfrentarse a las convenciones narrativas tradicionales, dotando a la narración de una envoltura de cuento infantil protagonizado por adultos. La película fue rodada en el año 1974, entre su etapa más vanguardista (L’amour fou y out 1, noli me tangere) y la más confusa y alocada, la de su incursión en el género de las hechiceras mezclado con el de piratas femeninos y el Noir (Viento del noroeste y Duelle respectivamente) que iban a formar parte de una tetralogía sobre diosas con poderes mágicos que finalmente se quedó en estas dos películas por culpa de una crisis nerviosa motivada por la presión de los productores.

A partir de una escena claramente inspirada en Alicia en el país de las maravillas, Céline y Julia van en barco arranca con Julie, una bibliotecaria que está sentada en un banco de un parque leyendo un libro sobre magia, cuando Céline, una prestigitadora ataviada con unos ropajes muy peculiares, se presenta en su vida, dejando caer a su paso varias de sus posesiones. Como si se tratase de Alicia en estado de hipnosis persiguiendo al conejo blanco, Julie, continua el rastro que va dejando tan misteriosa mujer, caminando de forma sigilosa para no ser descubierta. Las dos jóvenes parecían predestinadas a conocerse, y desarrollan una amistad intensa y casi telepática, basada en la imaginación, que les llevará a una gran mansión apartada en la que presenciarán una historia que parece formar parte de una realidad paralela en la que los residentes del lugar repiten las mismas líneas constantemente en un puñado de escenas. El alucine no acaba ahí, porque la pareja tiene que chupar un caramelo específico para introducirse en una trama a la que acuden anonadadas por el misterio, como quien ve una película, una obra de teatro o una serie de Tv, con la particularidad de que siempre ven las mismas escenas desde diferentes perspectivas, jugueteando, intercambiando el rol de una enfermera en la casa que utilizan como cuerpo cuando chupetean los caramelos milagrosos.

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Los reiterativos hechos que tienen lugar dentro de la lúgubre mansión recuerdan al tono del cine anterior a la nouvelle vague, con unos personajes mucho más aburguesados y un carácter trasnochado, teatral y caricaturesco que el de esos filmes, pero ofrecen un contraste muy interesante respecto al naturalismo de las partes que representan la realidad y sirven para que Rivette continúe experimentando con las formas de actuación e improvisación en el cine y, como en sus dos filmes anteriores, logre variar nuestra visión respecto a la naturaleza del medio. Sus habituales jugueteos con las realidades superpuestas, en esta ocasión, están representados en las repetitivas acciones de los personajes de la mansión, mostradas como si formasen parte de una obra de teatro. El filme cuenta con una estructura oculta atorada de multitud de referencias literarias entre las que destacan la literatura fantástica infantil, el realismo mágico, o el teatro con reminiscencias de folletín presente en la historia que tiene lugar en la mansión misteriosa. Eso sí, las citadas referencias son meramente visuales y, por fortuna, nunca coquetea con la pedantería en los diálogos de Godard, compañero de fatigas y gran admirador de Rivette tanto en su vertiente como crítico como en la de director de cine. Al contrario, sus personajes, a pesar de la extrañeza de muchos de sus planteamientos y de tambalearse entre varias realidades siempre se han caracterizado por pertenecer a este mundo en cuanto a la comunicación verbal se refiere, cuando no forman parte de una representación teatral. Tampoco faltan guiños cinematográficos a los espejos de Jean Cocteau y el cine cómico mudo, al cual parece homenajear durante el primer cuarto de hora (mi parte favorita del filme).

Céline y Julia van en barco nunca se toma demasiado en serio a sí misma y presenta alocadas asociaciones (los caramelos tienen unos efectos más poderosos que el mejor LSD de la época) y pistas rocambolescas. Tal y como sucede con todas las obras más emblemáticas del director francés, premia al espectador con nuevos hallazgos durante cada nuevo visionado. Nos encontramos ante una obra irreverentemente divertida durante la mayor parte de su metraje, pero dominada por una angustiosa y desconcertante atmósfera en la sección de la casa encantada, que tuvo lugar en pleno auge movimiento de liberación de la mujer en la Francia post-mayo del 68, y sirve como marco perfecto para que Rivette de rienda suelta al feminismo que ya mostró en La Religiosa, aunque con una actitud mucho más sarcástica y repleta de mala baba, acometiendo despiadadamente contra los privilegios masculinos en la sociedad y el uso de la mujer como fetiche en ciertos espectáculos lúdicos. En la segunda mitad, ambas narrativas confluyen cuando las dos protagonistas deciden intensificar sus apariciones en la mansión fantasma para poner fin al misterio de la historia presentándose al lugar para intentar alterar los repetitivos y funestos acontecimientos que suceden tras la ingestión de los caramelos mágicos. Como siempre, el misterio en la forma de desarrollar la trama provoca una extraña hipnosis, en unas situaciones en las que el significado resulta menos trascendente que la exposición en sí de los hechos; siguiendo la tónica generalizada en la mayoría de sus filmes de desvincularse de intentar dar respuestas a la multitud de incógnitas que plantea.

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Estéticamente no es uno de sus trabajos más brillantes, aunque mejora claramente respecto a sus incendiarias obras anteriores que se enmarcaban en la etapa en la que menos parecía preocuparle el acabado formal, renunciando a la puesta en escena exquisita y detallista que le caracterizaría a partir de esta obra. El punto álgido de la película es la relación que se establece entre Céline y Julie; dos mujeres psicológicamente indefinidas, con un evidente rechazo de las responsabilidades que conllevan la madurez, y apasionadas por suplantar su personalidad con la de la compañera y jugar con todos los objetos que se encuentran a su paso. Como ocurre en la precedente Out 1, noli me tangere, Rivette da plena libertad a sus dos protagonistas, Juliet Berto y Dominique Labourier (quienes también colaboraron en el guión junto a la más secundaria Bulle Ogier), Las dos actrices otorgan a la narración una vitalidad optimista y una simpatía tan particular que parece imposible que pudiese haber sido llevada con otras protagonistas. Mención especial para la tristemente fallecida Juliet Berto, que continúa en estado de gracia ante la posibilidad de influir en el desarrollo de su personaje, como sucede en las tres colaboraciones con Rivette antes de que falleciese de un modo prematuro por una triste enfermedad. Mucho se ha hablado de las mujeres de Almodóvar o Lars Von trier, pero no hay una sola película de Rivette en la cual un personaje femenino no se a la protagonista principal o tenga una trascendencia vital en la trama. En varias ocasiones coincide en presentar a un dúo de mujeres como absolutos protagonistas de sus filmes (Le pont du nord, Duelle, Viento del noroeste) y la que nos ocupa; habiendo también lugar para tríos femeninos (Alto, bajo, fragil) y cuartetos (La banda de las cuatro).

Pese a ser uno de los trabajos clave del ex-crítico francés, no está hecho para todos los paladares, ya que el grado de fascinación con la película depende rotundamente de la empatía que se establezca con la juguetona pareja protagonista (si hay poca pueden llegar a resultar dos hippies locas muy cargantes) y del grado de tolerancia con las historias fantásticas carentes de fuegos de artificio y dotadas de una imaginación desbordante. Rivette se despoja de gran parte de los ornamentos y elementos visuales comunes en el género fantástico y el suspense (sus dos favoritos). Si a todo esto le unimos el envoltorio de cine de autor radical del que suele hacer gala, provoca un híbrido desconcertante que suele asustar a los no iniciados en su particular proceder. No obstante, a pesar de su estilo tan personal e intransferible, Céline y Julia van en barco es uno de los filmes más accesibles para los no iniciados en su filmografía junto a las pequeñas incursiones adaptando obras literarias (La religiosa, Cumbres borrascosas y La duquesa de Langeais).

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En definitiva, una película adelantada a su tiempo que inspiró a la infame Buscando a Susan desesperadamente (según reconoció la propia Susan Seidelman) y tiene algunos puntos de conexión con la posterior Mulholland Drive de David Lynch, por su extrañeza, hermetismo y el claro aire lésbico de la relación femenina, aunque en el filme de Rivette no llegue a ser presentada de forma explícita y deja que sea el espectador quien decida el cariz de este vínculo.

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