El thriller de intriga cuyo eje temático se sustenta en el procedimiento secuestro/desaparición se asemeja, más de lo que puede parecer, a los espectáculos de ventriloquia o, más certeramente, a los juegos ilusionistas con baraja de cartas. El espectador acepta el pacto espiritual de poner en jaque su atención usual para dejarse sorprender, mientras que el ‹showman› hace lo propio mostrando en primer término lo que no es relevante, atrayendo y desviando a un falso prisma la resolución del truco mediante palabras encandiladoras y adornos embelesadores. Cuando se llega a la resolución, al prestigio, surgirán los rostros incrédulos y pasmados, y a posterior el atronador aplauso. El bufón jugador de apariencias ha logrado trastocar la percepción del observador, que nunca ha perdido detalle en todo el transcurso del número, haciendo gala de un elegante y minúsculo juego de manos. La verdad siempre estuvo ahí adelante, pero escondida, sugerida, dada por segura.
Por desgracia, Séptimo no es el nombre de un muñeco ventrílocuo, ni tampoco el nombre artístico de un gran mago. Se trata de una película de género cuyo misterio, intriga y suspense parecen encontrarse muy lejos del set de rodaje, de su guión y de su escueto diseño de producción. El engrasado de los numerosos escenarios de acción y una idónea atmósfera desafiante y oscura de los mismos formarían parte activa de las claves que aseguren una estructura argumental suficientemente alambicada y difusa como para motivar la disparidad de las apreciaciones, el vaivén de las apariencias y el fortalecimiento incesante de una encrucijada que permita resolver el enigma de algo tan primario y orgánico como el miedo de una desaparición.
Esta teoría, sin embargo, es deliberadamente pasada por alto en la película de Patxi Amezcua, donde se opta, contra todo pronóstico estándar, por el minimalismo de sus espacios, un reducido plantel de personajes y una ausencia de creación compositiva de la tensión, imposibilitando cualquier atisbo de peligro, construcción de poder visual, sorpresa o asombro antes unos acontecimientos que asoman, ante el rechazo de alternativas, lugares comunes y previsibilidad. Si bien es cierto que su puesta en escena se despoja deliberadamente de cualquier edulcorado ornamental para quedarse con las líneas y las formas más esenciales, dicho ejercicio de menos es más no llega a resultar tan satisfactorio como se hubiera esperado, pues los hilos con los que se pretende tejer la madeja enmarañada comienzan a deshilacharse demasiado pronto o, simple y llanamente, están mal tejidos desde su concepción.
Ante la incapacidad de sorpresa o de clímax que genera su trama, sus ligeros puntos de giro se constituyen como una lacra sobre la que el espectador no deja de anticiparse o de intuir. Cuando la película intenta elevarse y desmarcarse de sospechas, su guión opta por unas decisiones que resultan impostadas por precipitadas y mal ejecutadas, sin una antesala dramática que incite a preparar el terreno. En este sentido, en su composición in crescendo de la intriga hasta llegar a su desenlace, la trama circula por espasmos, a trompicones de un Ricardo Darín que, pese a ser lo mejor de la función, por momentos parece estar tan perdido como su errático y sufrido personaje.
Un ejercicio de suspense, en definitiva, cuyo planteamiento, desarrollo y desenlace constituyen un suspense muy limitado y primario en su pretensión de conmocionar, conmover o motivar el hipo a todo aquel que gusta de dejarse sorprender. Alegóricamente, Séptimo deja ver, con flagrante sencillez, los hilillos que mueven al ventrílocuo y el As que esconde el ilusionista debajo de su muñeca. En esta función, al menos para los ojos del que escribe, no habrá ovación final estruendosa ni caras descompuestas y ojos exaltados a la espera de descubrir el desvelo del auténtico truco de magia.