Emmanuel Mouret pasa por ser uno de los directores con más talento del actual cine francés y también, cómo no, uno de los más malditos y con menos resonancia tanto dentro como fuera de Francia. A simple vista sus películas podrían parecer las típicas comedias comerciales hechas por y para el público que quiere ir al cine a pasar un buen rato (en pareja) y olvidarse de sus problemas, con una bolsa de palomitas y entre besos y caricias cada 5 minutos. Pero ni mucho menos, detrás de su envoltorio se esconde un cine inteligente, descarado y con muchas ideas, un cine que hará las delicias de los que ya no creen en la comedia como género —hartos de ver los mismos productos americanos, cada vez menos consistentes— y los que disfrutaron de las grandes comedias de Blake Edwards, Jacques Tati, Woody Allen, Ernst Lubitsch, LaCava etc. Y sí, a lo largo de sus 9 films a excepción de Une autre vie (2013) —un drama muy alejado de lo que siempre había hecho— Mouret ha sabido tomar conceptos, imaginería y ha sido capaz de referenciar a los maestros arriba esmentados —de hecho en Fais-moi plaisir (2009) homenajea en una escena larguísima a El guateque de Edwards— con muy buenos frutos y todo ello ha dado como resultado unos cócteles elegantes, ligeros pero no irreflexivos y muy agradables.
Estrenada en el My French Film Festival Caprice (2015) la última película de Mouret vuelve a los fueros que le hicieron sobresalir y donde en opinión de un servidor no debería haber salido nunca: la comedia. Después de Une autre vie (2013) Emmanuel vuelve a ponerse delante y detrás de la cámara, además de también —y como hace siempre— a manos del guión. El film comienza cuando Clément Dussaut, un maestro de escuela separado, torpe y tímido se enamora de una de las mejores actrices de teatro de Francia: Alicia Bardery (Virginie Efira) , tal es su fascinación que verá la obra representada infinidad de ocasiones. Tras un milagro en el que actúan la fragilidad de Alicia, la timidez de Clément y una predicción de una vidente, los dos acaban por enamorarse y yéndose a vivir a casa de la famosa actriz, una presentación de personajes que parece el final de cualquier película romántica. Evidentemente Mouret no se queda ahí y su película comienza en el instante en que Caprice (Anaïs Demoustier) aparece en pantalla para quedarse (antes había aparecido un par de ocasiones en las bancadas del teatro junto a Clément).
Mouret introduce un elemento de discordia entre la pareja feliz (que parecen comer perdices cada vez que salen en pantalla), una joven idealista y enamorada de Clément —la única realmente rendida de otra persona— y que perturbará a la pareja sumiéndoles en una crisis irreparable. Debido a la torpeza de Clément —que nos recuerda irremediablemente a Jacques Tati y que ha utilizado siempre en los personajes que interpreta— Caprice va entrando poco a poco en la vida de los enamorados como agua que se filtra entre rocas (en la cama de Clément, en la casa de Alicia, en la clase del colegio) y cuanto más hondo entra más vemos la profunda introspección que Mouret nos ofrece y no es otra que el cinismo de los matrimonios convencionales, donde una vez acabado el amor —si es que lo hubo anteriormente y no fue solo un espejismo— solo queda aguantar por miedo a lo desconocido, por temor a no encontrar algo que se parezca a lo que tenías, o bien por intentar recuperar algo que no tiene solución. Todo eso y más nos detalla el director marsellés, y el espectador con una sonrisa bobalicona en la boca —que no cesa durante todo el film— disfruta y a la vez reflexiona, se siente identificado con la pareja y encomia la fuerza y la honestidad de Caprice frente a la artificiosa pareja.
Pero no se queda ahí, el director francés introduce pequeñas subtramas que irán enriqueciendo la historia (como el director del colegio y amigo de Clément que también está enamorado de Alicia) o la compañía de teatro donde Caprice trabaja, que sirve de contrapunto a las glamourosas representaciones de Alicia (y que en palabras de un miembro de la compañía no buscan éxito, tan solo calidad puesto que «una persona sensible vale más que 10.000 indiferentes»). De nuevo la misma reflexión que antes pero ahora con el mundo del teatro, y por qué no, de cualquier arte o aspecto de la vida, una Caprice vale más que 10.000 parejas como Alicia y Clément.
Emmanuel Mouret se ha ganado un hueco en mi corazón y no es para menos, 9 películas en 17 años y muchas sonrisas —que no carcajadas—, y lo complicado, infinidad de análisis e ideas que brotan sin darnos cuenta de todas sus películas y entre risas, que ni siquiera es lo más difícil, no se equivoquen, lo más difícil es que un producto como este nunca caiga en clichés, nunca tenga que subrayar nada, nunca caiga en escenas banales que no aporten al conjunto final. Su escritura es tan sutil e inteligente que no se explica cómo no tiene legiones de seguidores (sobre todo en su país), o sí, sí se explica, porque una persona sensible vale más que 10.000 indiferentes.