Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro G. Iñárritu)

Si bien Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades aparenta desde la misma consecución de su título refrendar una grandilocuencia que su propio autor ha construido con determinación durante años, los primeros minutos del nuevo trabajo del mexicano parecen que buscan causar precisamente el efecto contrario contrastando desde un particular sentido del humor y cierta ironía el carácter de un film que ni mucho menos rehúye una concepción apocada al viaje personal, a la exploración de un terreno sobre el que cimentar reflexiones adheridas a una discursiva que en ningún momento renuncia a su esencia. En ese sentido, Alejandro G. Iñárritu construye un artefacto que se personaliza, a priori, desde la imagen, mediante esas construcciones de un formalismo en ocasiones tan extenuante como al que nos tiene acostumbrados el cineasta mexicano, pero cuya dialéctica no parece confiar en más de una ocasión en ese particular bastión, empeñándose ya no en reafirmar, sino justificar determinadas ideas visuales. Aquello que surge, pues, como estímulo, como modo de dar forma a un onirismo que reverbera en un mundo de sueños (¿o pesadillas?), queda desvirtuado en parte por la transición ejecutada desde una lectura incapaz de dejar que las imágenes se expresen por sí solas.

Iñárritu se embarca a través de Bardo en una odisea íntima que no renuncia a dialogar sobre su historia, sus raíces y su identidad en un trayecto que, evidentemente, sirve asimismo como particular exorcismo para el cineasta mexicano. Un componente, este último, que afianza especialmente desde el texto, hallando de ese modo una vía para abrirse en canal, manifestando inquietudes y reflexiones que le llevan a desafiar una realidad esquiva, esa donde en cualquier exposición se esconden dobles sentidos que cuestionan nuestros planteamientos. Desde esa perspectiva, Bardo se exterioriza como algo más que un espejo desde el que confrontar un ego recalcitrante, y encuentra motivos desde los que interpelar un estado: ese que, mediante un diálogo, Iñárritu atribuye al propio México, pero que va tomando forma en un retrato excesivo y poliédrico. Ello no implica, ni mucho menos, que en Bardo no encontremos esa complacencia implícita en aludir a la figura propia, por más que dé pie a controvertir ciertos aspectos cuya exposición, todo sea dicho, se muestra demasiado diáfana como para poder disponer una línea discursiva que devenga inquisitiva, arrojando cierta incomodidad sobre temas que realmente deberían suscitar una reacción en el espectador.

Pensemos, por ejemplo, en un film de similar aproximación, aquella Siberia de Abel Ferrara donde también encontrábamos la figura de Daniel Giménez Cacho: un film áspero, surreal e incluso, de algún modo, abrupto que no sólo evidenciaba la descarnada naturaleza de su autor, lograba además crear un universo afín a ese carácter, que era capaz de interpelarnos sin necesidad de que su intrincada concepción generase respuestas adecuadas; confrontándolo al de Iñárritu, cuya idiosincrasia nos acerca a ese exhibicionismo tan característico de la obra del cineasta mexicano, y a un prisma donde el exceso se antoja domesticado, podemos concretar una diferencia notable: empleando las herramientas que los definen como cineastas, y si bien Siberia termina siendo en ocasiones de difícil acceso por esa escarpada composición a la que apela, la primera se siente libre y despojada de toda presunción, mientras en Bardo hallamos, en más de una ocasión, el reflejo de alguien empeñado en realizar construcciones barrocas que se pierden en su esteticismo y en un tono que parece incapaz ya no de herir o conmover, sino de sacudir mínimamente a un espectador que, en efecto, podrá disfrutar de algunos de sus pasajes e incluso descubrir sugestivas representaciones —como esa segunda secuencia, que pese a lo obvio de la misma, sabe parapetar la crudeza de la situación bajo necesarias dosis de humor e ingenio—, pero difícilmente encontrará un asidero emocional.

De hecho, y buceando entre coetáneos (mexicanos) de Iñárritu, se podría decir que Bardo es la particular Roma del cineasta: una obra desde la que exorcizar (en cierta manera) el pasado, que mientras en el punto álgido del relato emprendido por Cuarón encontraba sensibilidad y delicadeza, en el caso del de Iñárritu parece ahogado en su propio artificio y, por ende, incapaz de recoger una emotividad inevitable en ciertos puntos del film, que paradójicamente termina engullida por la propia creación. Con ello, no hay que despreciar las virtudes de un film que, aunque se pierde en un exceso de verbalización y deja para el (mal) recuerdo estampas impropias de un cineasta (presuntamente) maduro —mención especial a la secuencia de la playa anterior al esparcimiento de las cenizas—, sabe contemporizar la narración, concibe interesantes hallazgos visuales y hasta se permite ejercer posesión (desde su alter ego) de una creación que controla no sin cierta ironía metacinematográfica para proyectar un ejercicio cuyas reflexiones difícilmente derivarán en un debate posterior, pero que cuanto menos glosa con empeño y obstinación las cualidades de un cine tan propenso a gustarse a sí mismo como a desviar la atención sobre un formalismo que no siempre es el más idóneo para camuflar unos vicios tan constantes como definitorios.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *