Sesión doble: El espía que surgió del frío (1965) / Llamada para un muerto (1966)

Hoy nos centramos en uno de los escritores más adaptados al cine, el británico John Le Carré que le dio una nueva dimensión al mundo del espionaje. Por ello recordamos dos películas que cuentan las aventuras de su personaje más celebrado, el agente George Smiley, con El espía que surgió del frío que dirigió Martin Ritt en 1965 y Llamada para un muerto de Sidney Lumet, que llegó a cines un año después.

 

El espía que surgió del frío (Martin Ritt)

El espia que surgio del frio

Una noche negra, un gélido puesto fronterizo y el fracaso. Sin alardes. Solamente un grito en forma de alerta lanzado al aire, dos certeras ráfagas y un fundido a negro. El glamour ya no es un juego de espías. No por lo menos para Le Carré, cuya visión siempre ha entroncado con los grises y sombras de un universo alejado de aquella mirada atronadora e incluso idílica que siempre llegó a nosotros desde la perspectiva de un agente adosado a unos pocos ceros, no a un ser terrenal, rodeado de quehaceres mundanos y escenarios anodinos. Unos escenarios que aquí Martin Ritt, quizá uno de los cineastas más afines a la óptica de Le Carré —por ese prisma cargado de pesimismo y rebosante de lecturas lo más cercanas a la esencia del ser humano, a su egoísmo y carencia de escrúpulos—, precisamente también revela como eje antagónico. El espía obtiene un reflejo —más allá de su faceta aparentemente mundana, personal— donde no existen grandes cualidades o una subrepticia elegancia: es un objeto al servicio de, y como tal no pasa de resultar otro de tantos peones en una partida de ajedrez que ni maneja ni inquiere como manejar, solo interpela a través de un papel meramente significativo, marcado por una voz —conducida a través de otras voces, siempre peones igual que él— ante la que no caben dictados o réplicas, sólo una concienzuda huida a un terreno que, más allá de sus connotaciones, es suyo.

Ritt refuerza todo ese discurso a través de dos pilares: unas relaciones humanas siempre absorbidas por esa doble identidad ni siquiera marcada por su propio albedrío, y un espejo trasladado a través de los distintos escenarios que componen El espía que surgió del frío. Así es como traza el cineasta autor de otros notables trabajos como Odio en las entrañas un retrato en el que la importancia reveladora no la posee la trama o los giros de que pueda dotar el guión al relato, sino más bien esa crónica gris —iluminada por esa faceta efímera del protagonista, y marcada como no por lo humano de la misma— donde en realidad se esconden menos dobles lecturas y recovecos de lo que a priori cabría esperar. El cineasta desnuda así un universo donde hay un camino único, y la moral se convierte en un arma arrojadiza: no existe como tal y sólo impera cuando las piezas del tablero dejan de ser piezas, y se comportan como entes cuya suerte o decisión depende de ellos mismos, no de sus inmediatos superiores, momento en el que El espía que surgió del frío termina desnudando sus intenciones centrales en una de esas conclusiones que, pese a ese tratamiento casi apático —como no podría ser de otro modo: estamos en un mundo en el cual el sentimiento perece ante la necesidad o obligación—, se terminan clavando en la retina de un espectador que comprende que, al fin y al cabo, el discurso empuñado por Alec Leamas ante Nan en ese transcurso en el coche no podría ser más certero. Tan doloroso como certero.

Escrito por Rubén Collazos

 

Llamada para un muerto (Sidney Lumet)

The Deadly Affair

El espionaje, como género literario o cinematográfico, a menudo posee resonancias trágicas. No es de extrañar, pues trabaja concienzudamente temas como la lealtad, la moral y el engaño, o la tensión que se establece entre esos tres conceptos durante el ejercicio de la profesión, alcanzando picos de complejidad poco habituales en otros géneros. Otras veces, por el contrario, se privilegia el exotismo y la aventura como motores de unas narraciones más espectaculares y frívolas que verosímiles y profundas (James Bond y similares). No ocurre así con John Le Carré, uno de los cultores más ilustres y respetados dentro de la literatura de espionaje, que desde el principio entendió el género como un instrumento para hurgar en las luces y sombras de la naturaleza humana, aplicando temas de la realidad social del momento para ilustrar las tortuosas derivas éticas que experimentan unos personajes enquistados en el marco de una sociedad marcada por el desengaño ideológico, la incertidumbre política y la confusión emocional.

Llamada para un muerto, adaptación de la primera novela de Le Carré, abunda en estas mismas cuestiones a través del personaje más célebre del autor, George Smiley (aquí rebautizado como Charles Dobbs), grisáceo y nada glamuroso agente del MI6 que deberá investigar el aparente suicidio de un miembro del gobierno acusado de colaborar con el bloque comunista. El guionista Paul Dehn (ya curtido en estas lides: suyos son los libretos de Goldfinger y El espía que surgió del frío) hace un trabajo magnífico trasladando, con fidelidad pero atinado sentido de la síntesis, la prosa límpida y distinguida de Le Carré a la gran pantalla, conservando esa habilidad innata que posee el autor de El topo para trazar complejos mapas argumentales sin que se cuelen borrones que dificulten la comprensión del relato o hagan que se resienta su fluidez. Aquí todo se desarrolla con una claridad y elegancia que son un bálsamo ante tanto cine de espías aturullado y falsamente complejo.

Gran parte del mérito cabe achacarlo al talento de Lumet, ya por entonces uno de los directores estadounidenses más sólidos del momento, que despliega la narración con un pulso envidiable mientras hace rimar los temas de Le Carré con las inquietudes humanistas, políticas y morales que ya había demostrado en su filmografía previa. Para ello, se rodea de un equipo técnico y artístico sin mácula, en el que destacan tanto la primorosa fotografía de Freddie Young como un elenco de actores británicos y foráneos extraordinario, con las presencias sobresalientes de James Mason (un Smiley/Dobbs perspicaz pero deliciosamente vulnerable) y Simone Signoret (deslumbrante en cada aparición) como principales alicientes de la función. Ni siquiera esas incursiones en la vida íntima (y en descomposición) del protagonista, que en algún momento (y pese a la brillantez de diálogos, puesta en escena e interpretaciones) parecen distraernos gratuitamente de lo importante, resultan finalmente desechables, pues se engarzan inteligentemente dentro de la intriga principal para intensificar y matizar el conflicto que vertebra la narración.

Por todo ello, Llamada para un muerto se nos aparece como una de las mejores películas de espionaje de los años sesenta, además de adaptación pulida y fiel de la excelente novela de Le Carré y relato potencialmente amargo y desencantado sobre la desolación de ciertas quimeras que fundamentaron nuestra resistencia en la juventud (el doliente personaje de Signoret) y sobre el modo en que la amistad se fragmenta al tiempo que lo hace el escenario político-social en el que nos movemos, tan irónicamente voluble como nuestra ideología y nuestro sentido de la lealtad.

Escrito por Nacho Villalba

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