Amor en la ciudad (Carlo Lizzani, Michelangelo Antonioni, Dino Risi, Federico Fellini, Cesare Zavattini, Francesco Maselli, Alberto Lattuada)

El neorrealismo fue el movimiento cinematográfico que me hizo amar el séptimo arte de un modo obsesivo, enfermizo, inexplicable. Ya he comentado en algún que otro escrito publicado en esta web mi total adoración por el neorrealismo, surgida de forma casual el día en que viendo la cinta estadounidense El juego de Hollywood descubrí la existencia tanto de la corriente italiana como de una de sus obras más emblemáticas: Ladrón de Bicicletas de Vittorio De Sica. La crítica especializada suele situar el origen del mismo en el año 1943, con la realización de Ossessione por parte de Luchino Visconti y su magnífico equipo, dentro del cual se integraban nombres como Giuseppi De Santis, Alberto Moravia, Aldo Tonti o Antonio Pietrangeli entre otros.

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En los siguientes años el movimiento depuró y moldeó sus constantes, dando rienda suelta a esa improvisación nacida del hecho de apostar por construir epopeyas de un exacerbado contenido humanista empleando para ello actores no profesionales ajenos al lenguaje y forma de expresión cinematográfica así como esa escasez de recursos económicos inherente a la posguerra que sirvió de escenario a las mejores películas de la corriente italiana. El estilo cuasi documental, con una marcada influencia del naturalismo francés, ese costumbrismo apegado a la más obscena realidad y la clara pretensión de establecer una inspirada radiografía acerca de la falta de humanidad y la crueldad imperante en un ser humano atroz convertido en el verdugo de sí mismo fueron mezclados en una paleta de colores con una omnipresente presencia del blanco y negro con objeto de pintar cuadros dantescos y desesperantes capaces de remover conciencias y asfixiar con su lúgubre trazo a esos espectadores acostumbrados a los Happy End y el artificio pomposo del cine realizado en Hollywood.

Sin embargo, a principios de los años cincuenta el movimiento comenzó a atisbar su propia decadencia. El boom económico que estalló en el país trasalpino en esos años posteriores a la posguerra, así como el nacimiento de una nueva generación de cineastas que irónicamente habían mamado el cine en las trincheras más puras del movimiento (me estoy refiriendo a nombres como Federico Fellini, Dino Risi o Michelangelo Antonioni), torcieron y reformaron los dogmas inquebrantables de la doctrina dando lugar así a una nueva escuela que se denominó neorrealismo tardío caracterizada por acoger entre sus axiomas ese carácter brutal y grotesco típico del neorrealismo pero estilizando esta apariencia con la introducción de actores profesionales e historias de contenido más personal o incluso caricaturesco permitiendo de este modo insuflar una afilada inyección de extravagante denuncia social en el corazón de unas fábulas terriblemente tristes, plenas de vacío y hastío existencial, en su concepción seminal.

En este sentido Amor en la ciudad se destapa como un film clave que supuso un punto de inflexión en esa nueva derivada que tomó la praxis neorrealista. Por un lado nos hallamos ante una película de episodios, punto que entronca la cinta con esos primeros esbozos de cine de posguerra que apostaron por el trabajo cooperativista practicado a varias manos que sin duda fue responsable en gran parte del éxito del neorrealismo en lugar del individualismo presente en las producciones erigidas en otras latitudes. De este modo la carta de presentación de la cinta no puede ser más sugerente. Así, la misma se introduce como el primer número de la Revista Cinematográfica Lo Spettatore dirigida por Cesare Zavattini, Riccardo Ghione y Marco Ferreri, integrada por seis episodios versados en torno al amor como principal foco argumental. Una revista construida con la cámara en lugar de con el papel y la tinta dedicada al amor experimentado por la gente corriente de la gran ciudad romana. El narrador que abre el film deja claras las intenciones de sus autores de mostrar la realidad más cercana, protagonizada por actores no profesionales representando sus propias experiencias vitales, en detrimento de ese amor idealizado y superficial emanado de las películas americanas protagonizadas por Kirk Douglas, Lana Turner o Marilyn Monroe. Acompañarán a esta narración inicial una serie de imágenes cotidianas que describen pequeños capítulos amorosos, para dar paso a continuación al relato de los seis capítulos componentes del film.

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Por otro, la cinta aúna parte de los mejores cerebros del antiguo movimiento neorrealista en comunión con los autores noveles que marcarían el camino de la escuela neorrealista tardía. Equipo purista integrado por Carlo Lizzani, Francesco Maselli y Cesare Zavattini casado con los nuevos vientos que trajeron consigo un Michelangelo Antonioni que en esos momentos era considerado uno de los mejores documentalistas del neorrealismo tradicional, un Federico Fellini a punto de reventar la corriente con sus dos obras cumbre La Strada y Las noches de Cabiria, un Dino Risi que terminaría en convertirse en el capo de la comedia a la italiana y finalmente un Alberto Lattuada, colega y compañero de fatigas de Federico, que compaginó en su cine los mejores ingredientes de la nueva y vieja doctrina. Y esta conjunción de artistas y visiones es lo que convierte a Amor en la ciudad es una obra imprescindible para comprender la bifurcación que el neorrealismo tomó a en esos años cincuenta para desembocar en su propia muerte al afluir en el océano del cine de autor italiano que removería los cimientos del séptimo arte mundial a principios de los años sesenta.

De este modo Amor en la ciudad podría ser etiquetada como una película extraña y amorfa. Como un conglomerado de perspectivas y alucinaciones imposible de concordar en una sola pieza. Pero eso es precisamente lo que hace grande a Amor en la ciudad. Su dicotomía desequilibrada que de forma inexplicable consigue armonizar un mensaje de tono espiritual y mesiánico acerca de las miserias, expectativas y sufrimientos que el amor hace padecer a un ser humano morador de entornos deshumanizados y crueles aptos pues para el advenimiento de esta afección en todas sus vertientes posibles. Porque la intención de Amor en la ciudad no es otra que radiografiar las bondades y miserias del amor visto como una enfermedad inherente al ser humano desde el origen de los tiempos para la que no existe remedio ni cura. Una dolencia a veces benigna, otras veces perniciosa y siempre necesaria para poder sobrevivir. Porque sin amor el ser humano no deja de ser una ameba sin rumbo ni camino. Sin esperanza ni dicha. Sin miedo ni dolor. Sin vida.

Así el primer episodio de film versa sobre el amor falso y artificial. El amor, más bien la pasión, que censura a una vida al margen a aquellas personas que osan prostituir su amor a cambio de dinero. El amor de pago dirigido por Carlo Lizzani, desnuda con un tono documental y desgarrador marca de la casa la Roma nocturna habitada por esas almas noctámbulas que deambulan por las esquinas, calles poco concurridas y cuchitriles de la gran ciudad en busca de esos obscenos mecenas que no dudan en sufragar con su dinero la esclavitud que castiga la decadencia y miseria física de las meretrices. Lizzani opta por construir un documento apegado al momento histórico real captado, viajando con su cámara por los rincones escondidos de Roma, absorbiendo sin pudor ni censura el trabajo de las prostitutas en medio de la noche y la nada. Igualmente rubrica su espléndido trabajo de ávido reportero presentando el perfil humano de varias pupilas entre las que destaca la veterana Valli, apodada la caminante, siempre en busca de clientes que no huyan de su apedreado y crepuscular rostro. Así como la joven Tilde, la cara opuesta la decana Valli y prototipo de pecadora atrapada en su propia red de circunstancias. Y la hastiada Anna, una meretriz torturada por las traiciones de sus chulos y su soledad endémica. A través de pequeñas entrevistas coreografiadas con unas espléndidas tomas documentales de la ciudad en lo más profundo de su nocturnidad, Lizzani construyó un crudo retrato de las ínfimas condiciones de vida que persiguen a los que trabajan el negocio del amor condenados por las míseras condiciones de vida presentes en la Roma de posguerra.

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Tras este primer retrato de pura esencia neorrealista, la revista visual que es Amor en la ciudad avanzará hacia su segundo capítulo titulado Intento de Suicidio dirigido por Michelangelo Antonioni. Nos encontramos con un cortometraje de marcada tendencia documental que respira ese cine primitivo que cultivó el genio de Ferrara. Antonini retrata el suicidio como una vía de escape, no solo de la precariedad económica, sino de la carencia de amor, dejando claro que es justamente cuando el amor termina cuando al suicida no le queda otra salida en el horizonte que decidir poner fin a su propia existencia. Para ello Antonioni expondrá cinco casos de otras tantas mujeres que por diferentes desengaños amorosos decidieron atentar contra su vida sin que dicho intento llegara a buen puerto. El autor de El eclipse indaga con la precisión de un cirujano en cada una de las historias expuestas, planteando afiladas preguntas a sus entrevistadas adoptando pues la efigie de un detective en busca de las respuestas al misterio planteado: ¿puede el amor convertirse en una enfermedad obsesiva hasta el punto de provocar la muerte a aquellos que lo padecen sin control? El corto se beneficia del estilo austero y parsimonioso de un Antonioni que ya en estos primeros conatos de autor daba muestras de su querencia por retratar los parajes y los entornos escénicos vacíos de sensibilidad y calor, exhibiendo del mismo modo su gusto por los personajes marginales atrapados en su moralidad y castigados por el simple hecho de ejercer su pasión.

El tercer episodio titulado Paraíso por tres horas es quizás el segmento más extraño y ajeno al estilo neorrealista, pero igualmente inspirador por el hecho de dejar sentir la presencia de su autor, Dino Risi, en cada minuto de su metraje. Y es que Paraíso por tres horas contiene la que para un servidor es la mejor y más hermosa secuencia de la película, esos maravillosos cuatro minutos de coreografía de un perfecto tango sin diálogos, -dejando únicamente que la cámara se pasee por los rincones y rostros de los jóvenes que moran el salón de baile donde se escenifica este tercer vector del film-, que permiten aflorar al amor sin tapujos ni obstáculos. El amor que inspira la juventud que no piensa en el futuro, sino únicamente en el presente. El amor personificado en una pareja que baila bien pegado sin dar importancia a las miradas ni al que dirán. Un amor pintado en una preciosa y precisa secuencia de celebración festiva y baile, tan típica del cine italiano, que posteriormente cultivaría con excelentes resultados el maestro Dino Risi en sus mejores y más aclamadas películas.

Y acto seguido arribará la cuarta novela, dirigida por Federico Fellini: Agencia Matrimonial. Igualmente que el corto de Risi, se trata de una obra alejada del tono purista presente en el neorrealismo arcaico. Ello se observa en esos espléndidos travellings y angulares con los que el maestro de Rimini adornó el envoltorio visual de su aportación, incluyendo asimismo unos rimbombantes planos subjetivos que permiten compartir la mirada del espectador con la periodista y alter ego de Fellini que protagoniza la trama. Sin duda, Agencia Matrimonial da muestras de esa portentosa manera de concebir el cine que poseía el autor de La Strada, donde la vida era representada como un espectáculo circense y extravagante que aprisionaba los deseos y expectativas de unos personajes guiados por su innata bondad que chocaban contra un entorno plagado por unas alimañas orientadas por sus instintos primarios y la mala fe. De hecho, este corto entronca con ciertos tics y personajes que Fellini inmortalizaría en sus obras mayores La Strada, La Dolce Vita y Las noches de Cabiria. Puesto que el bisoño periodista protagonista del relato no deja de ser ese paparazzi incapaz de implicarse personalmente a pesar de las injusticias que su inquisitivo ojo observa en la vida nocturna romana, e igualmente la pobre desgraciada que acepta casarse con un personaje inventado no deja de ser esa víctima de la maldad y el egoísmo humano con el rostro y el infortunio de la Gelsomina o la Cabiria Fellisiana. Y es que Agencia Matrimonial se destapa como un perfecto ejemplo de ese neorrealismo tardío que cocinaron Fellini y compañía sublimando los resultados de la doctrina neorrealista a través de unos cuadros que reflejaban la desgracia que supone el engaño de no conocer el amor verdadero.

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Y tras este brochazo de genialidad, la cinta retornará a sus orígenes para verter el episodio más desgarrador y terrible de todos los que la componen. Porque Historia de Caterina supone todo un homenaje a Ladrón de Bicicletas ideado por su guionista y alma mater Cesare Zavattini en compañía de Francesco Maselli. Narra la historia de un alma perdida, la joven Caterina y su desgraciada vida en Roma tras haber emigrado desde su Palermo natal. Así conoceremos que fue abandonada por su novio cuando éste conoció que Caterina había quedado embarazada así como el estigma social que ser una madre soltera le supone en sus intentos de resurgir de sus cenizas. Con un estilo marcadamente austero, sin adornos ni florituras y siempre con la cámara al hombro siguiendo los pasos de la protagonista de la epopeya, Zavattini y Maselli esbozaron un cuento de terror social y deprimente mostrando en primer plano las cloacas y bajos fondos de una ciudad deshumanizada no apta para la convivencia y la armonía, no dejando títere con cabeza al retratar la falsa moralidad, más bien amoralidad, presente en todos los estamentos y estratos sociales de la Roma de posguerra. Pero Historia de Caterina sobre todo es una oda al amor. Al amor verdadero. A ese amor que conecta a una madre con su hijo. Ese amor que no entiende de egoísmos ni de dinero. Porque cuando la avaricia brota ante la falta de esperanza, es precisamente ese amor que emerge del arrepentimiento el único atisbo de oxígeno que permite confiar en un ser humano que se muestra como un ente digno de toda desconfianza.

Y así llegamos al capítulo final, dirigido por Alberto Lattuada, titulado Los italianos se las quedan mirando. Y no hay mejor manera de cerrar una cinta tan ecléctica como es Amor en la ciudad que con este experimento auspiciado por el autor de El molino del Po. Un corto documental, sin diálogos, y con referencias que anticipan las doctrinas que cultivarían posteriormente los adoradores de la Nouvelle Vague francesa. Así, con el único recurso de una cámara que camina por las calles de Roma persiguiendo a las bellas señoritas que salen de buena mañana de sus hogares con dirección a sus lugares de trabajo o esparcimiento, Lattuada absorbe el sentir de la masculinidad hipnotizada por los movimientos de cadera de unos movimientos de carne y hueso que despiertan el interés de jóvenes y ancianos, eruditos y vividores, solteros y casados, alumnos y maestros… De un género masculino hechizado por los efectos de unas Venus que emplean todas sus armas de seducción y coquetería para cautivar al personal. Y es que Los italianos se las quedan mirando no deja de ser un simpático vodevil repleto de buen humor y sarcasmo, que muestra que el amor es tan efímero y fugaz tal como esa belleza que desaparecerá como arte de magia merced al lento discurrir del paso del tiempo.

Sin ser una de las cintas más aclamadas del neorrealismo, Amor en la ciudad es para un servidor una cinta imprescindible para conocer el discurrir de la corriente más fascinante que tuvo lugar en el séptimo arte. Una rareza que se observa a día de hoy como un obelisco fascinante y seductor que refleja los diferentes sentimientos y filias que tuvieron lugar en ese punto de inflexión para el dogma que fueron los años cincuenta. Una década en la que la decadencia se dio la mano con el surgimiento de una nueva visión de hacer cine apegado a la realidad que no necesariamente seguía las rígidas doctrinas de los pioneros. Por ello Amor en la ciudad es una obra maestra. Por su ferviente retrato de una época que demolió la forma de concebir el cine desde una perspectiva clásica. Para bien del cine.

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