A puerta fría (Xavi Puebla)

El trabajo de comercial a puerta fría es uno de esos modelos cada vez más en boca de todos debido a los tiempos de crisis, ya sea para bien o para mal. La presencia de uno de esos comerciales que emplean ese modo de trabajo en casa propia siempre puede derivar en un «¿Usted trabaja?» y las particulares consecuencias de una cuestión con doble filo que le puede dejar a uno ante las puertas de la empresa que lo practique. En su tercer largometraje, Xavi Puebla nos introduce en este mundillo desde una vertiente algo distinta: la de aquellos comerciales que en su día trabajaron para grandes empresas teniendo en cartera a sus propios clientes y, por una serie de motivos que pueden ir desde la lucha interna empresarial a lo más personal, han terminado trabajando a puerta fría.

Es eso precisamente lo que intenta evitar el personaje de Salva, que tras tantísimos años de servicio en su empresa (de hecho, es el vendedor con más antigüedad) no termine en la calle porque sus servicios han dejado de ser todo lo eficientes que sus jefes desearían. En ello quizá influya que Salva no ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos: su traje marrón no contrasta con la gamma de grises de esta nueva era, sus técnicas de venta han dejado de resultar convencionales dada la carencia de resultados, y ni siquiera sabe chapurrear inglés pese a que es la única herramienta que le puede comunicar con uno de sus clientes más importantes.

De hecho, la presentación del personaje en apenas escasos planos ya nos dice bastante sobre él: pitillo en mano sin ni siquiera haberse embutido en su traje, oyendo gemidos al abandonar una estancia que se supone su lugar de reposo cuando no parece mucho más que una cochiquera y saliendo de un club de mala muerte abandonado en una carretera, además de poblado por luces rojizas en su interior a primera hora de la mañana. A partir de ese momento, Puebla nos va revelando poco a poco la condición de este personaje que no es precisamente alentadora, más allá de si esa mañana podrá o no vender las 200 cámaras que su jefe le exige para continuar en la empresa.

Con una presentación tan concisa tanto de los pocos personajes que aparecen en ella y también incluyen a Inés, la improvisada traductora de Salva, y el señor Battleworth, ese importante cliente que tiene en sus manos prácticamente el fin de su carrera, como de la situación en la que se ve envuelto el propio protagonista, Puebla decide introducir en su obra uno de esos caracteres que bien podrían ser una de esas válvulas de escape para insuflar un poco de aire a la trama y, nada más lejos, se erige como uno de los auténticos pilares de A puerta fría.

Al principio, cuando el cineasta nos lo presenta en una escueta escena introductoria entre Carmelo y Salva (que se dirige a él como “jefe” por motivos que se conocerán más adelante), uno no se percata de a donde pretende llegar Puebla con ello, más allá de seguir mostrándonos el deslucido presente del protagonista, que aprovecha ese instante para dar un último apurado a su vello facial, y sumergirnos claro está en el descarnado mundo de los comerciales, en especial por el modo en como decide cerrar muy acertadamente la secuencia el catalán.

No será más adelante, sin embargo, hasta que el espectador se percate de que los pasos de Carmelo en la obra son casi tan definitorios como los de Salva: sus diálogos, su peculiar situación y alguna que otra anécdota que saca a colación definen con intensidad y crudeza ese universo con el que les ha tocado lidiar a ambos. Aunque quizá lo más interesante sea la concepción de algunas de esas secuencias, como esas donde la barra del bar y los vasos medio llenos de whisky se alzan como protagonistas de un planteamiento que bien podría remitirnos al ‹noir›, tanto por esas conversaciones repletas de desazón que mantienen entre ellos sus personajes, como por ese descarnado halo que no hace más que recordarles que, pese a todo, no dejarán de ser unos perdedores, nota esta última que queda fortalecida por su conclusión.

Una conclusión que nos lleva precisamente al eje central del discurso, donde el trabajador no termina más que siendo un mero instrumento material al servicio de la empresa, y donde esa (en ocasiones) feroz competitividad en el sector comercial queda aquí casi ridiculizada por un durísimo golpe que sostiene su integridad dentro de sus propias disertaciones, sin que el espectador pueda llegar a cuestionar si realmente era necesario, pues la labor de los guionistas se muestra aquí magistral al ir administrando con cierta inteligencia la información en ese descarnado mundo en el que las confesiones más íntimas incluso parecen extrañas o fuera de lugar.

La realización de Puebla, en ese sentido, resulta de lo más acertada al pulir formalmente todo lo que el propio director y su colaborador habitual, Jesús Gil Vilda, sugieren en la síntesis: esos planos prácticamente estáticos (se puede intuir un ligero zoom a lo sumo) no hacen más que acentuar la frialdad y crudeza de ese universo. Así, imágenes como la de una puerta metálica cerrada, la silueta de Nolte tras una noche de wiskis en el bar del hotel o incluso ese plano en travelling del sombrío pasillo conforman un marco que no podría ser tan bien entendido en otro contexto.

La excelente tarea de todo el equipo la redondea un elenco donde la presencia de Antonio Dechent es fundamental: no sólo llena la pantalla como pocos actores españoles saben hacerlo, además demuestra poder llevar un personaje no exento de cierta complejidad, que debe ser sustentado con visos dramáticos realmente importantes para la obra. La compañía de María Valverde, que empieza como azafata y se desliza como si nada en esa pecera repleta de pirañas donde incluso los más apacibles pueden lanzarse sobre tí en cualquier momento, resulta también esencial en un film donde cuando parece que el contexto y la situación lo son todo, te percatas de que el último resquicio de humanidad voló hace ya más tiempo de lo presumible por mucho que el drama implícito en la cara de sus protagonistas no haga más que dejar duraderas marcas. De esas que el tiempo ya no sana.

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