A Hundred Flowers (Genki Kawamura)

Amor en el vórtice

Un muro construido con retazos de dolor, incomprensión, soledad y olvido que va creciendo a medida que pasa el tiempo y que se termina interponiendo entre una madre y su hijo, entre los problemas de difícil solución que les enfrentan, destruyendo así cualquier tipo de comunicación entre ellos y, por tanto, disolviendo en el vacío la posibilidad de que se reconcilien, eso es lo que filma el debutante Genki Kawamura en A Hundred Flowers, cinta con la que obtuvo la Concha de Plata a mejor dirección en la pasada edición del Festival de San Sebastián.

Yuriko (Mieko Harada), una profesora de piano de edad avanzada, ve cómo el alzhéimer se apodera de su vida y la paraliza, cómo nubla su horizonte de forma progresiva, cómo su casa, su identidad y sus recuerdos se le caen encima sin que pueda hacer nada para evitarlo. Por su parte, su hijo Izumi (Masaki Suda), devorado por el rencor que siente hacia ella desde que, siendo un niño, lo abandonó durante un año sin darle ningún tipo de explicación, la atiende, sale en su busca cuando se desorienta por la calle y se ocupa de ella cuando le dan grandes crisis, pero siempre se protege con una gruesa capa de frialdad y distanciamiento. Así, a medida que la enfermedad avance, la relación entre ellos se irá tensando cada vez más.

«No es lo que me trae cansado
este camino de ahora.
No cansa
una vuelta sola.
Cansa el estar todo un día,
hora tras hora,
y día tras día un año
y año tras años una vida
dando vueltas a la noria.»

Estos versos de León Felipe condensan a la perfección la idea de la cinta, resumen la desazón que transmite la cámara de Kawamura, son, como la propia película, un canto a la vida, a las nuevas oportunidades, a los inicios que llegan con las alforjas llenas de esperanza cuando todo parece perdido.

La idea del director es convertir la pantalla en una fiel reproducción de la mente de los protagonistas, tanto la de la madre como la del hijo; reproducir los recuerdos, los flashes de angustia y los laberintos sin salida que conforman el caos de una memoria que se apaga; transmutar al espectador en personaje para que se pierda en los recovecos del olvido y la incomprensión. Así, mientras los recuerdos de Yuriko fagocitan la realidad de su rutina y convierten su vida en un bucle constante cuya única desembocadura posible es la muerte, el aislamiento, el desamparo y la sensación de soledad pese a la compañía enmudecen a Izuki e impiden que la atienda con más energía, que se acerque a ella para pedirle explicaciones.

Kawamura enfrenta la necesidad que siente la madre de ocultar el pasado sobre el que se construye su presente —y la angustia que le genera la pérdida de su personalidad debido al avance de su enfermedad—, con la imposibilidad que tiene su hijo de perdonarle unos errores ya polvorientos, aunque, eso sí, no llega nunca a explotar todo el potencial dramático que tienen dichos comportamientos; no se atreve en ningún momento a cruzarlos realmente para ver qué sale de ese choque; no deja que la herida del hijo se exponga con toda su visceralidad, ya sea a través de la palabra y el grito o del gesto y el silencio.

El director, mediante una puesta en escena completamente subjetiva, introduce al espectador en los estados mentales de los dos personajes, le hace sentirlos en la piel de su pupila, moviendo la cámara con milimétrica gelidez a la hora de recrear la amalgama de recuerdos que atormentan a la madre o manteniéndola estática y con poca profundidad de campo cuando se trata de incrementar la soledad y el estancamiento que siente el hijo. Ambos personajes interpretados, todo cabe decirlo, con dolor, melancolía y cierta desesperación por Mieko Harada y Masaki Suda.

Así las cosas, ese muro que se levanta entre una madre y su hijo, esa noria llena de recuerdos que da vueltas infinitas hasta consumir la línea de la vida, ese retrato del alzhéimer tan desesperado como humanista, lejos de desgastar al espectador, y pese a algunos defectos, le termina emocionando.

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