Entrevista a Ana Isabel Bustamante, directora de La asfixia

Dentro de la sección Esbilla de la 57ª edición del Festival Internacional de Cine de Gijón se proyectaba La asfixia, la ópera prima de Ana Isabel Bustamante (Ciudad de Guatemala, 1982). El documental tiene como punto de partida la detención de su padre el 13 de febrero de 1982 y su desaparición en el contexto del genocidio maya y la represión política del estado dentro de la guerra civil con un conflicto abierto desde 1960 hasta 1996 en el que desaparecieron forzosamente 45000 personas. Construida con una estructura entre el diario personal y el ‹road trip›, la cineasta guía al espectador a partir de su punto de vista y dando cohesión al montaje con su narración en off, mostrando lugares, documentos y fotografías con los que intercala distintos testimonios que sirven para acercarse a un hombre desconocido para ella —así como a las circunstancias de su compromiso político y de su captura—. Desde la dimensión social del conflicto a su influencia en las dinámicas familiares y la relación con su madre, la película aborda desde su perspectiva individual fragmentada cómo la imposibilidad de la catarsis de este trauma colectivo niega la experiencia del duelo individual y viceversa. Con la directora pude hablar de la reconstrucción de la memoria histórica y el papel del cine en ello, de la búsqueda de justicia y su relevo generacional, el contexto político y los límites de su propia investigación dentro del proceso creativo.

Ramón Rey: En tu película partes de una descripción general para, poco a poco, introducirte en lo más concreto, en lo individual. Acaba teniendo un discurso desde lo subjetivo y lo íntimo. ¿Esto fue planificado con antelación o surgió durante el proceso?

Ana Isabel Bustamante: La película siempre lo planteamos como un ‹road trip› que iba a ir por los pasos que había estado mi padre. Allí poco a poco íbamos a descubrir personajes que nos iban a ir contando quién era él. Pero en documental una cosa es el guión que haces y otra cosa es lo que terminas haciendo. También, como se hacía por supuestos que íbamos a encontrar cierta gente… el guión en la primera semana de rodaje se cayó. Luego sí fui descubriendo gente que le conocía. Hicimos más o menos ese ‹road trip› igualmente, ciertas localizaciones que yo ya tenía como muy puestas, pero fui descubriendo otras cosas.

Al volver a Madrid hicimos un primer montaje y resultaba una película que era como dos en una: una película que tenía una parte burocrática y política fuerte y otra más personal. Al final me pareció muchísimo más interesante presentar el personal. Ahí fue cuando empezamos a darle forma a esta estructura. Una de las cosas por las que a mí me interesaba mostrar esta película y hacerla así buscando un lugar común de “una hija busca a un padre” era porque en Guatemala está muy estigmatizado el ser de izquierda. Eres “rojo” todavía. Todavía está ese concepto absurdo. Me interesaba mostrar el tema sin ideologías dentro de lo que cabe. Evidentemente con un posicionamiento político, pero intentando mostrar la atrocidad desde el punto de vista de una hija. Tal vez por eso fue el ir más por el lado personal. Porque allí es que no importa que ideología tengas. Te vas a dar cuenta de que es terrible lo que pasó. Esa era la idea.

R. R.: En la propia película comentas que has hablado muchas veces con tu madre de esto y que cada vez surgen datos nuevos. ¿Esperabas llegar a algo más a través de estas conversaciones que incluyes?

A. B.: Esperaba que iba a conseguir muchísimo más de lo que conseguí incluso. Pero claro, no se puede. En principio porque hay muchas personas que están muertas. Otras porque la memoria tiene un tope. He hablado con mis primos y otros amigos que vivieron lo mismo que no te dicen cosas concretas, te hablan todo por encima. Entonces es «sí, aquel que estaba allí», «ah, claro, el que estaba en el otro lado». Nunca dicen nombres. Nunca dicen fechas concretas. Yo hice el ejercicio de que si me decían algo decir quién, dónde, cómo, de qué partido era, a qué organización pertenecía. Era como ir escarbando en la memoria. Pero también la memoria traiciona, la memoria reconstruye, la memoria nos protege también del dolor. Aunque tengo información que me ha dado gente, no sé qué tan real sea todo lo que me dicen. En esencia creo que sí, pero cosas concretas es muy difícil. Cuando hay algo tan doloroso, que atraviesa toda esa memoria, creo que es complicado realmente tener cosas concretas. Sí descubrí cosas, no tanto como hubiera querido.

R. R.: Desde luego se percibe esa especie de recelo o resistencia a hablar que comentas. ¿Existe todavía esa misma sensación en la sociedad de Guatemala de que es mejor evitar expresarse sobre estas cuestiones?

A. B.: Hay mucho miedo. Especialmente en la película, cuando llegué a hacerlo acababa de ser el juicio por genocidio de (Efraín) Ríos Montt. A pesar de que fue un momento maravilloso —porque se logró dar sentencia, a pesar de que a los diez días la botaron—, la gente se fortaleció y pensó que en Guatemala podía haber justicia. Eso les dio valor y sacaron sus caras y llegaron a lugares en donde antes no se atrevían a llegar. También porque hubo una unión. Ese momento concreto los unió a todos. Pero luego, cuando quitan la sentencia, otra vez el miedo volvió a estar como muy latente. Precisamente, tal cual como lo digo en la película: así como se despertó esta gente, también se despertaron los otros. Es increíble cómo a estas alturas te siguen desprestigiando personal y políticamente y siguen diciendo que eres un “rojo comunista”, que es como si estuviéramos en la Guerra Fría. Y sigue pasando. Sigue existiendo mucho miedo, a pesar de que mi generación está empezando a hablar con películas como la de Jayro (Bustamante) con La llorona, César (Díaz) con Nuestras madres… nosotros sí tenemos esta necesidad de hablar. La generación anterior a nosotros tiene todavía mucho dolor y mucho miedo metido en vena. Y nosotros ya tenemos esa necesidad, pero es complicado y es peligroso.

R. R.: Efraín Ríos Montt muere antes de que se pudiera hacer justicia. En la película queda como un final inconcluso. El propio paso del tiempo hace más complicado la búsqueda de la verdad y esa justicia, que es un concepto recurrente en La asfixia.

A. B.: El paso del tiempo y la persistencia de la impunidad. A pesar de que hay un gran equipo en el sistema de justicia, que parece surrealista que exista y que con una hoja de papel montan un caso, así de rápido lo botan los otros. Es la impunidad la que logra que todo esto siga pasando. Porque en Guatemala siguen habiendo asesinatos extrajudiciales, siguen habiendo personas desaparecidas. Ya no a la escala de cuando estábamos en la guerra, pero sigue pasando por temas políticos. Y sigue pasando porque hay impunidad.

R. R.: Ha surgido una generación de cineastas como los que comentas que, al no tener una conexión tan directa con lo sucedido hasta los noventa, se ven más libres para hablar de ello. El cine posee un gran poder como registro de la memoria, pero también para crearla colectivamente para la posteridad, para materializar los recuerdos y las experiencias de tantas personas en sus imágenes.

A. B.: Es eso que me dices. A pesar de que lo vivimos, lo vivimos de otra forma. Ese miedo que mi madre tiene y que vivió en sus días de juventud, yo no lo tengo. Yo lo viví a través de ella. Sí creo que somos una generación distinta. También el cine en Guatemala está cogiendo fuerza y por eso están saliendo a la luz lo que estábamos haciendo antes. Internacionalmente muy pocas películas han podido salir, a pesar de que en Guatemala se hacían documentales sobre la guerra. Pero no cabe duda de que hasta que no salen de las fronteras de Guatemala, no se conoce fuera y tampoco se toma en serio dentro del país. Esto sí que ha sido importante. Y es muy bonito lo que pasa, porque al final la única vez que he proyectado la película en Guatemala —e incluso cuando la he proyectado en otros lugares donde han habido guatemaltecos en las salas de proyección—, me dicen que vivieron eso. Cosa que a ti en tu cotidiano no te pasa. No se habla. Aunque estés con alguien que haya vivido eso, no se habla. Y eso es lo bonito que genera el cine también. Que podamos comentar nuestras vivencias luego de una proyección. También era una tarea muy pendiente que teníamos y que nos toca como generación. Es un deber.

R. R.: Uno se cuestiona viendo la relación con tu madre y la conversación sobre el vídeo, con esos ‹frames› donde aparece ese hombre… hasta qué punto se le puede exigir a esa generación que lo vivió de primera mano llevar la responsabilidad de la justicia y de preservar la memoria.

A. B.: Era lo que me decía mi tío: no somos masoquistas. Ellos… todos —era recurrente en todas las entrevistas— me decían que hubo un punto en que te decían que cayó este, cayó el otro, cayó el otro… Mi tío me comentaba también que una vez se había puesto a hacer una lista de todas las personas que habían sido asesinadas de su generación en ese momento y dijo ya, qué pasa. Él sigue. Está haciendo un trabajo político ahora en ecologismo y me dice que probablemente tuvo que quedar muerto hace mucho y lo que está haciendo lo tiene de ganancia. Hay algunos como él y hay otros que han decidido callar y lo entiendo. Hasta cierto punto lo entiendo. No lo comparto, porque también creo que le tienes que transmitir a la otra generación las cosas que han pasado para que nosotros tomemos conciencia y no volvamos a repetirlo. Pero nosotros, que tenemos un poco más de fuerza… es nuestro deber.

R. R.: Hay un momento —que resulta terrorífico— en el que muestras a mujeres indígenas dentro del ejército. El propio estado, el propio sistema que estaba exterminando a su población los asimila sirviendo a las mismas estructuras que estaban acabando con ellos.

A. B.: Es muy fuerte. Al final muchas son comunidades que no tienen recursos y si tú te quieres garantizar el pan te metes en una estructura como esa. O eres cura o eres militar. Y son dos instituciones totalmente arraigadas en el país. Es una alternativa para poder comer. Entonces la gente lo hace. Y creo que ya no es un tema de ideología. Ya es una mera sobrevivencia. Es una paradoja terrible, pero es que está tan metido en la sociedad el ejército, que por eso tienen esas celebraciones tan majestuosas como las que mostramos en la película. Todas las imágenes de la película son la celebración del Día del Ejército. Pueden hacer toda esa parafernalia porque siguen teniendo muchísimo poder en el país. La Iglesia y el ejército están de la mano en Guatemala.

R. R.: Volviendo a las imágenes del vídeo —tan clave en la película—. Te decides por presentarlas desde la ambigüedad y dejar abierto a interpretación para el espectador si ese hombre es o no es tu padre. Y sobre todo tratando con extrema comprensión las palabras de tu madre.

A. B.: Me parece muy importante esa secuencia, porque es el ejemplo claro de cómo funciona la memoria. Que era algo que me parecía importante en la película. No sólo transmitir lo que genera la detención y la desaparición forzada en los sentimientos y en las dinámicas de las personas, sino también cómo es nuestra memoria. Una memoria que nos protege, que deforma… porque en realidad yo no puedo meter las manos al fuego y decir que ese es mi padre. Pero me parece muy interesante el ejercicio que hace mi madre, porque sé que ella se está protegiendo. En la película no se dice, pero esas imágenes son del entierro de la quema de la embajada de España.

En Guatemala hubo un momento en el que los indígenas, como no se cubría lo que ocurría —y ellos llegaban a hacer demandas y los medios de comunicación no sacaban absolutamente nada—, decidieron empezar a ocupar embajadas. Cuando llegaron a ocupar la embajada de España, el ejército la cerró y le prendió fuego a la embajada. Todas las personas fueron asesinadas. Murieron quemadas. Los únicos sobrevivientes fueron el embajador de España y creo que su asistente. Todo el resto murió. El que tú estuvieras en ese entierro… el salir en esos momentos, dar la cara y estar en ese entierro te daba un posicionamiento político que te ponía en riesgo. En muchísimo riesgo en ese momento. De hecho, en el velatorio asesinaron gente. Entonces estar en el entierro era muy peligroso. Para mi mamá darse cuenta que mi padre estaba allí es tremendo, porque en teoría no estaba ni metido. En teoría, si lo estaba se estaba cuidando. El tener esa exposición tan clara a mi mamá la desestructura. Ahí está ese juego de su memoria, de protección o de no quererse dar cuenta. Porque al final los argumentos que dice es que no es su bolso. Y tú dices: vale. Por un bolso. Está bien.

R. R.: Hay una relación directa entre memoria e identidad. En La asfixia no sólo estás haciendo una exploración de la identidad del pueblo de Guatemala sino también de la propia. Esto podría verse como el auténtico motor de la película bajo todo lo demás.

A. B.: Sí, seguramente. Sin duda. Porque siempre hay una parte de ti que no terminas de conocer. A mí, como también lo digo en la película, muchas veces me dicen «ay, eso es igual que tu padre» ¿Y quién carajos es él? Pero lo tienes. Era un poco esa búsqueda de saber quién era. Porque es lo que pasa. Con todos estos conflictos también se desarraigan familias y no tienes contacto. No tienes a unos abuelos que te cuenten de él. No tienes a unos tíos. Y yo poco a poco he ido hilvanando esto con la excusa de la película, evidentemente. Es que una cámara es un arma. Si la pones en frente tienes que hacer que la gente hable. Sí, fue una excusa para generar mi propia identidad.

(Entrevista realizada el 22 de noviembre de 2019)

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