The White Disease (Hugo Haas)

Antes de que John Cassavetes inaugurara lo que la crítica especializada etiquetó como Cine Independiente norteamericano, en los cincuenta ya ciertos nombres cimentaron los mimbres de este movimiento a través de una serie de historias producidas, dirigidas e interpretadas por el mismo grupo de profesionales, convertidos más en familia o amigos que en colegas de profesión, alejados en cierto modo de la producción en serie de los grandes estudios. Entre ellos, uno de los nombres más destacados fue Hugo Haas, un actor de origen checo que produjo a lo largo de los cincuenta una serie de películas —en su mayor parte pertenecientes al género negro— que contenían todos los paradigmas que posteriormente amasarían Cassavetes y otros cineastas norteamericanos durante los sesenta.

Haas fue un reputado actor e incipiente cineasta en su país natal, Checoslovaquia, a lo largo de los treinta. Si bien, como muchos de sus compañeros europeos, tuvo que emigrar a los EEUU en el momento en que los tentáculos del nazismo empezaron a sentirse con fuerza en centro-europa. Arribado al país de las barras y estrellas, fueron algunos compañeros del Viejo Continente, ya asentados en la industria de Hollywood como Douglas Sirk o Gustav Machatý, quienes dieron la oportunidad al recién llegado en el ámbito de la interpretación. También un francés, yanqui de adopción, como Jacques Tourneur eligió el rostro contundente y pétreo de Haas para su propagandística y pro-partisana Días de Gloria.

Posteriormente, Hugo Haas despegó como director en los cincuenta rodando una serie de noirs de bajo presupuesto escritos, dirigidos e interpretados por él mismo, contando como ‹femme fatales› con dos rubias despampanantes como Beverly Michaels en primera instancia, y posteriormente con quien se convertiría en su actriz fetiche, la ex pin-up Cleo Moore. Vistas algunas de sus producciones siento una especial querencia de Haas al retrato de tres obsesiones fundamentales: unas tramas que conectan directamente con la novela negra por antonomasia El cartero siempre llama dos veces; una misoginia que echaría para atrás a cualquier feminista; y una cierta ambición de imitar las formas y estilo de Fritz Lang en cuanto a puesta en escena y creación de atmósferas cargadas, aunque siempre optando por una visión mucho menos pesimista y fatalista en cuanto a desenlaces que los esbozados por el genio austriaco.

Esa obsesión de imitar a Fritz Lang también se observa en la que es su película más popular realizada en Checoslovaquia. Y es que The White Disease bien parece una cinta de la etapa alemana del realizador de Las tres luces. Sus escenarios recargados y muy barrocos, su argumento pesimista y atestado de paranoia acerca del advenimiento de los totalitarismos en el corazón de Europa, así como el hecho de contar con un protagonista con un talante bastante ambiguo casan a la perfección con la grafía del autor de Metrópolis.

También conviene recalcar que ésta es una película basada en una obra sci-fi de gran prestigio en Checoslovaquia, firmada por el mítico Karel Capek, escritor emblemático en el género sci-fi europeo y autor de otra novela llevada al cine por Otakar Vávra y que igualmente cuenta con numerosos vasos comunicantes con la protagonista de esta reseña: Krakatit.

En las dos historias escritas por Capek existe un cierto aire fantástico embutido en una atmósfera opresora, situando las tramas en mundos y ambientes muy reconocibles y realistas (sin emplear parafernalias e inventos extraterrestres o espectrales) con la Paz Mundial amenazada por el comportamiento de una condición humana más preocupada por cultivar la megalomanía y las ansias imperialistas que en fomentar la solidaridad y entendimiento entre los pueblos y comunidades.

En The White Disease la ciencia ficción se comprime en una doble perspectiva. Por un lado, al fijar el escenario en un país imaginario centroeuropeo regido por un tirano que absorbe el cerebro de la población a través de sus discursos populistas y ultra-nacionalistas, utilizando una parafernalia muy reconocible en el fascismo de los 30. Por el otro, desarrollando una epopeya protagonizada por una pandemia de una especie de peste mortal e incurable que está diezmando a la población de mayor edad (otra inquietante conexión con el Coronavirus que actualmente estamos sufriendo), y para la que no existe tratamiento ni vacuna alguna.

La película, de tono muy coral en cuanto a elenco protagonista, narrará la llegada a este país ficticio de un médico (interpretado por el propio Haas) que parece haber hallado un antídoto contra la enfermedad que está azotando a Europa. Este galeno, llamado paradójicamente Dr. Galen, ofertará su vacuna a los médicos del país, quienes parecen más interesados por las proclamas autoritarias del mariscal que gobierna con mano de hierro el país desde su balcón con la ayuda de un grupo de asesores que mantienen adoctrinado al pueblo, proclamando que en pocos días invadirán a un país vecino para someterlos a sus designios. Pero Galen impondrá una condición para colaborar con el gabinete médico estatal. Puesto que Galen tan solo inyectará el remedio a los más pobres y necesitados, descartando curar a los ricos y poderosos. Pues Galen entiende que éstos son los culpables de los males del pueblo, siempre pensando en su propio beneficio, en la guerra, en la destrucción y en el martirio del pueblo llano sometido a los mandatos de quienes solo ansían el poder y el combate.

Galen tan sólo renunciará a su decisión si los gobernantes y cómplices desechan ir a la guerra y proclaman la paz. Pero el hambre de dominio del mariscal hará caer en saco roto la propuesta de Galen. Sin embargo, el destino propiciará una interesante disyuntiva en el momento en que varios asesores gubernamentales y el propio mariscal se infecten del temido virus, debiendo decidir entre mantener su postura belicista o renunciar a ella para seguir con vida, puesto que Galen no se amedrentará ante las amenazas del ejército y destruirá el antídoto que estaba inyectando a los más pobres en su oficina en el momento en que una patrulla militar intentaba confiscar el medicamento para aplicarlo al supremo mandatario.

Anti-belicista, hermosa, muy elegante en su puesta en escena y composiciones, de una arquitectura visual impecable gracias a un diseño de producción espectacular y muy influenciado por el expresionismo, magníficamente interpretada por un elenco de actores que dan el do de pecho en cada secuencia no destacando ningún protagonista en particular y por tanto optando por el trabajo coral, la película plantea una inteligente y afilada metáfora en contra de la ascensión del totalitarismo en Europa (sobre todo atacando las técnicas fascistas y nacionalsocialistas en cuanto a vestimenta, tono y puesta en escena megalómana de los políticos retratados, pero también de ese pueblo eliminado en su consciencia por el discurso nacionalista magníficamente retratado por esas panorámicas cenitales muy hipnóticas tomadas por Haas). Pero asimismo nos encontramos con una película muy ambigua y espinosa. En ella no hay personajes buenos. Tampoco villanos a la vieja usanza. El propio Galen será reflejado como una especie de ente carente de caridad y piedad, envuelto en sus paranoias y obsesiones, puesto que renunciará al juramento hipocrático no mostrando ningún tipo de misericordia con aquellos enfermos afectados por el virus que acudirán al médico para solicitar ayuda, únicamente porque no son pobres de solemnidad, dejándolos que mueran sin prestar ningún tipo de auxilio ni arrepentimiento de su decisión.

También el dictador protagonista del film acaba siendo más simpático de lo que en un principio parecería, alcanzando la iluminación en el momento de que se contagia de la enfermedad. Quizás el miedo le lleve e renunciar a sus propósitos, pero al menos muestra algo de remordimiento y aflicción de las decisiones consumadas en un primer instante. El pueblo, como ente, también será mostrado como un núcleo fácilmente manipulable y por ello peligroso. Es decir, Haas no deja títere con cabeza. Todos son responsables de los males y maldiciones que persiguen a la condición humana. Y muchas veces, cuando nos damos cuenta de nuestros errores, éstos ya son irresolubles.

Esa parece ser la moraleja que desprende esta potente distopía. Una obra pulcra, terriblemente entretenida, maravillosamente fotografiada y muy perspicaz en cuanto a su simbolismo argumental. Una obra que merece mucho la pena descubrir, aunque tan solo sea por profundizar en el arte de uno de esos ‹outsiders› incomprendidos que hay que rescatar del olvido.

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