Trinta lumes (Diana Toucedo)

Sin la oscuridad no puede existir la luz, sin pasado no es factible el presente, sin la muerte no se consigue desarrollar la vida. Estas aparentes contradicciones para nuestra forma de percibir la realidad son de hecho una parte inherente de su misma construcción, basada en conflictos y ambigüedades constantes. En Trinta lumes su directora Diana Toucedo realiza un viaje de descubrimiento de tradiciones ancestrales que encierran una visión única del universo. Una perspectiva en la que su mirada se implica externamente —pero también en la manera de una exploración introspectiva transmitiendo su cuestionamiento de creencias y hechos aparentemente inmutables y antagónicos a nuestros ojos. La joven Alba comienza desvelando que es capaz de sentir la presencia de los muertos y de comunicarse con ellos. En O Courel sus habitantes parecen vivir en otro tiempo, fuera de su mismo transcurso incluso. Sus costumbres y cultura se encuentran en vías de extinción, pero los que todavía permanecen en la región siguen perpetuando las leyendas e historias del legado oral que en su momento heredaron de sus antepasados. Una cosmogonía única que entrelaza sus destinos y los une también a la tierra donde tantas generaciones han dejado una marca imborrable en la memoria como si de una obra colectiva se tratara.

A partir de una narración híbrida entre la ficción y el documental, Toucedo elabora un relato que combina lo estrictamente naturalista con elementos explícitamente sobrenaturales que desafían su propia consistencia y verosimilitud. Sin embargo, en esto reside su razón de ser: en cómo usa estos agentes que se consideran ajenos a nuestra percepción de lo terrenal para subvertirla dentro de una descripción de personajes y lugares que transitan en el límite del mundo físico con otros a priori invisibles. Se configura así internamente cierta idea de realismo mágico que se contagia tanto a los paisajes como a las viñetas costumbristas que describe conscientemente con la luz y la ayuda de las palabras de su voz en off. Una luz que forma parte de nuestra mirada cómplice con la de la cineasta en su búsqueda y permite establecer las bases de una realidad material, mientras que con el uso del sonido captura la esencia de lo fantasmagórico presente en las mismas casas, caminos y bosques que sirven de hogar, lugar de trabajo y descanso para quienes allí comparten la presencia de los vivos y el recuerdo de los ausentes.

Esta composición de la imagen de lo real a través de la luz en contraposición con el sonido como ente de una dimensión espectral es una de las múltiples dualidades que refleja formal, temática y discursivamente el film. La exploración del límite de la sensibilidad del soporte digital entre la oscuridad absoluta y la sobreexposición, lo visible y lo intangible, la vida y la muerte, el pasado y el presente… todo confluye en un enfrentamiento continuo de creencias y realidades que únicamente se puede entender a través de la concepción mítica que encapsulan lo gestos, las conversaciones y las actividades del día a día de las gentes protagonistas. La propia película trasciende a relato mítico cuando asume los códigos de los cuentos y fábulas que se transmiten a viva voz en ella. Trinta lumes se transforma entonces en aquello que está referenciando, en una experiencia compartida de sus espectadores a través de la que se consigue conocer una manera distinta de ver y de entender aquello que se ve como herramienta para descubrir la naturaleza de uno mismo. El cine encapsula aquí un registro del tiempo y al tiempo en si mismo en una estructura circular que encierra múltiples realidades y es testigo directo de su propia desaparición. La ausencia se convierte entonces en otro estado del ser, la narración en otra forma de conocimiento, el futuro en una resonancia del pasado.

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