En 1953 el director japonés Yasujiro Ozu realizó una de las películas más importantes y míticas de la Historia del cine, Cuentos de Tokio. Ahora, 60 años después, hemos podido disfrutar en Berlín de un remake de la misma, llamado Tokyo Family. El octogenario Yôji Yamada, una de las figuras más representativas del cine nipón, realiza una respetuosa y referencial versión muy particular, ya que es a la vez sorprendentemente fresca y divertida, cargada de ritmo y espontaneidad. Hay que tener en cuenta que Yamada no es un cualquiera, ha hecho más de 80 películas en los 52 años que lleva trabajando, y, a pesar de que es más conocido internacionalmente en siglo XXI por sus películas de la Trilogía del Samurái, su cine gira muchas veces en torno al que fue también el tema fundamental de la filmografía de Ozu: el de la familia.
Uno de los motivos del éxito de la historia de Cuentos de Tokio es la universalidad de lo que trata: el vínculo de los padres con sus hijos, el abismo casi insalvable entre generaciones en un mundo en el que las cosas cambian y evolucionan cada vez más deprisa. Situaciones con las que cualquiera se podría sentir identificado. Yamada además ha conseguido en su versión adaptarlo a los tiempos modernos, e incluso respetando religiosamente los parámetros del cine japonés de los 50, que homenajea sin cesar, si bien la película de Ozu podría resultar algo abrupta para el público occidental en general, Tokyo Family es mucho más accesible a todo el mundo, e introduce temas actuales como pueden ser la crisis y la situación del país en estos momentos. Yamada demuestra que, gracias a su dilatada carrera y experiencia, puede tomar un clásico, homenajearlo y además modernizarlo sin que se noten desfases ni fisuras en su estructura.
Técnicamente, Yamada emplea los mismos planos estáticos que utilizaba Ozu a la hora de rodar, y también toma de él su estilo depurado, y su mínima utilización de elementos cinematográficos. Sin embargo, Tokyo Family es mucho menos contemplativa que la de Ozu, y no tan profunda y filosófica en su planteamiento, pero lo compensa con el realismo y la comicidad con los que se trata a los personajes y las relaciones entre ellos. Yamada toma de Ozu el poso melancólico y le añade su toque de esperanza y positivismo. Aún así, la historia sigue los mismos parámetros que la de Ozu, con momentos y escenas prácticamente iguales, como en el que los dos ancianos están mirando al mar (después de hablar de lo mal que han dormido y que el marido le recrimine a la mujer que ella sí que había dormido bien) y comentan que tienen que volver a casa, o cuando se trata el tema de los hijos y de cómo cambian y se convierten en unos desconocidos cuando se van a vivir lejos, pero acaban reconociendo que, como padres, ellos lo han hecho bien, y que sus hijos son mejor que la mayoría.
Tener la suerte de contar con una película como Tokyo Family en esta edición de la Berlinale, entre tanto trabajo autoral de difícil acceso, y tanto producto comercial al uso, es un placer y un soplo de aire fresco. Se trata de la típica delicia con la que uno sale del cine con una sonrisa en la cara y con una actitud más positiva ante la vida, pero sin forzar nada, la historia fluye por sí sola gracias a los ingeniosos diálogos y a la naturalidad de los actores, todos estupendos, sobre todo Isao Hashizume (esa escena en la que se emborracha, que desde ya mismo debería convertirse en legendaria) y la encantadora Kazuko Yoshiyuki. Esa sinceridad que transmite todo el tiempo es la que, más tarde o más temprano, se acaba ganando el corazón de los espectadores.
Yamada no pretende hacer historia con esta película, ni proponer nada absolutamente original y personal. Esto no es una película de Ozu, ni lo pretende, sólo quiere hacer su particular homenaje amable a una figura del cine a la que admira. Comprendiéndola desde ese punto de vista, y no pidiéndole más, la película es maravillosamente disfrutable. Personalmente, la considero una de las imprescindibles para ver en el Festival.