Antiviral (Brandon Cronenberg)

Distanciemos lo elemental, Brandon Cronenberg es hijo del otro reconocido y desquiciante Cronenberg, y viendo la película las similitudes surgen como verborrea infecta, pero referenciar es tal vez un modo sencillo de diagnosticar Antiviral, y no se puede eliminar el mérito por manejar tics familiares en una obra tan novel como fascinante.

La pureza es el arma más peligrosa en un ataque viral. Una posicionada ausencia de gérmenes que influyen en las necesidades sociales. No somos nada si no sentimos, pero no existe sentimiento más convulso que una estudiada enfermedad y ¿por qué no ir un poco más allá? Sentir puede convertirse en un hecho totalmente banal si lo que consigues es compartir el sufrimiento del famoso instantáneo. La decadencia cultural más extremista, el comercio con las enfermedades de aquellos que salen por televisión, a un solo pinchazo de soportar las fiebres de nuestros seres más queridos y menos vinculantes. Cloacas de residuos sanitarios. Es el mundo que nos ofrece Brandon, una brutal psicosis que despoja de intimidad al humano mientras lo agarra con fuerza para que no separe su mente de la idea general.

Si el concepto suena majestuoso, Caleb Landry Jones, su protagonista, no podía estar más milimétricamente seleccionado para su servicio. Se aprovecha de un rostro andrógino que soporta unas facciones infantilmente afeminadas que en público resultan afables y contenidas, pero en la soledad de frías estancias impersonales se desmorona para dar paso a carnosas convulsiones que expresan la derrota de quien está acabado por unos momentos. Bueno, estar enfermo tiene esa presencia. Resulta difícil explicar con palabras lo que se transmite a través de gestos por parte de un elemento de este conjunto, ese elemento humano en una historia de tráfico de desperdicios personales. Como objeto en el que se convierte desde que aparece unido a un termómetro con el que calibrar su aceptación social se descubren las marcas de su piel, esas pecas unidas a una mal formada coleta pelirroja, anomalías en su creación inicial.

Todos los síntomas básicos para vestir la venta total y absoluta de los pedazos de otros, el inicio formal para desatar la obsesión, un mercado infame y revulsivo que marca la doctrina del descontrol. ¿Una crítica hacia la impersonalidad de nuestros vicios? ¿Una muestra de la evolución de nuestra forma de venerar cuerpos y nombres propios? Todo y mucho más allá, es la opción del individuo y la muchedumbre, del comercio justo y el desprecio que nos inculca sin excesivos aspavientos, una película por y para yonkis que todavía no encontraron el método de conectar sus dispositivos electrónicos de sobresaturación informativa en vena para que sea más directa. Una repugnante soledad que te escupe y te alegras de ello.

Entre juguetes creados por mayoristas, moldes y conservantes, en la esquina opuesta de la historia se encuentra el negocio oculto y las marionetas, las altas esferas manejando materia oscura donde aparece como una anécdota Malcolm McDowell, que parece haber encontrado el modo de rentabilizar sus recientes arrugas y al situarle, pensar en vuestro protagonista me genera recuerdos de su también enajenado y sufriente rostro en esa película tan fácil de comparar, como si fuese clave conspirar con situaciones inexistentes.

Este es un inicio crudo y de nivel avanzado, de los que generan muchas cuestiones más allá de lo que se muestra, la hermosura de la vitalidad pateada por el canibalismo de la intromisión hasta el punto de convertirlos a todos en locos. Se dice que somos lo que comemos, pero tenemos la posibilidad de engullir lo que queremos y los deseos se van siempre hacia lo que no alcanzamos, que en su mayor parte es lo que vemos. Así que es posible que Cronenberg haya encontrado la forma de alimentar la vista del modo más asqueroso y complaciente posible.

Clava la aguja, no te demores, quiero más.

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