Zarata (Tamara García Iglesias)

Cuestionar el arte desde sus cimientos parece arriesgado pero también es el método de expresión elegido por la directora Tamara García Iglesias, que se propone a través de la exaltación del diálogo visual e interpretativo definir todo aquello que aborrece de su profesión.

Zarata (cuyo significado es «ruido») dictamina ya desde su título todos los males que formarán parte del resultado. Una imagen casi bucólica con un aguzado sonido ambiental da paso a una voz en ‹off› masculina dispuesta a poner en boga todo aquello que representa el cine independiente español en la actualidad. Lo que debería ser un avance para abrir puertas a nuevos artistas que desean explotar sus idearios se convierte en unas pocas frases en baremos que facilitan el intercambio monetario entre entidades públicas y productoras: Tamara utiliza a un hombre, un cineasta, como el perfecto hombre blanco cisgénero que enfatiza el uso de personajes minoritarios (mujeres), lenguajes minoritarios (el vasco) y problemas minoritarios (cualquiera que afecte estos rangos anteriores) para ya no llamar la atención, además ser parte de los ratios favorecidos con subvenciones, esas tan ansiadas ayudas económicas imprescindibles para ciertos proyectos independientes.

Con una directa declaración de intenciones, lo que sigue es una evolución que rompe la relación entre lo que se ve y lo que se escucha. A veces feísta, a veces enfrascada en la perspectiva más ‹arty›, Zarata no busca el impacto a través del conjunto, lo que hace es experimentar con sus propias ideas para narrar su propia revolución. Nada le impide que una conversación íntima y distendida entre amigas se vea ambientada con la superposición de imágenes de lo más dispares, o que una discusión sobre conceptos moralistas que podrían cambiar el rumbo inicial de lo escrito en un guion quede escondida tras una cabeza que tapa el objetivo de la cámara. Tamara desea romper estereotipos aprovechándose de ellos mismos, siempre dispuesta a ofrecer dobles lecturas en todo lo que se narra y lo que se proyecta. En ese sentido es una película atrevida, ajena a la elegancia de la linealidad, pero capaz de formular una visión crítica sin necesidad de emplear las palabras exactas o unas contundentes imágenes que subrayen eso que desea hacer entender: quiere que la “magia” del cine aparezca de la nada para que el espectador forme parte del montaje y saque sus propias conclusiones.

Es peligroso llegar a este punto, porque el que se enfrenta a la obra puede no estar dispuesto a fusionarse con la experiencia y sacar partido a esta amalgama de ideas ocultas tras las diferentes escenas, un esfuerzo ínfimo pero que puede expulsar a más de uno de una cuanto menos interesante aproximación a la generación del arte. No todo gira en torno a esa crítica versátil hacia las bondades del ‹statu quo› cinematográfico español, también hay temas más sagrados y a la vez subjetivos como el trato de la ficción, esos límites entre la realidad tal y como sucede y la realidad que se consigue narrar. Aunque aquí se pierda la intención, sí consigue en algún momento destacar a través de algunas frases lapidarias entre esas diferentes rupturas de la cuarta pared o incluso del diálogo entre personajes. Ese híbrido ficticio director/directora y amigas/actrices consigue ofrecer —entre el estatismo logístico de sus imágenes— un concepto a explotar en todo momento, y es que ser concreto o conciso es irrelevante para expresarte. El ruido no siempre entorpece el mensaje.

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