El Pájaro blanco en la tormenta de nieve es la última película de ese director abanderado del movimiento «New Queer Cinema» conocido como Gregg Araki. Araki nos acostumbró a propuestas bizarras y apocalípticas a principios de los 90 como las que componen su trilogía de la Generación X: Totally F***ed Up, The Doom Generation y Nowhere, retrato de esa juventud que agonizaba durante el mandato de Bush padre y que se encontraba acosada por el SIDA, pasando sus infelices días en la tierra puesta de ácido. Con el tiempo Araki descubrió que esa angustia No Future no desembocaría en la profecía auto cumplida de un apocalipsis fáctico (éste sólo sería lírico) y empezó a administrar con más cautela sus dosis de terrorismo audiovisual (cosas de la edad probablemente) llegando así, tras un largo proceso de desintoxicación en el que se encontrarían películas como Splendor o Mysterious Skin a este Pájaro Blanco de 2014.
Ciertamente, White Bird in a Blizzard podría no ser una película de Gregg Araki, digamos que al final imprime su firma, como una exclamación, al desvelarse en el último giro (la última clave que nos ayuda a comprender el misterio) que por supuesto también en esta cinta hay temática homosexual. Por lo demás, podría haber sido otro, otro director afín a la cultura «indie» americana que pone canciones como Temptation de New Order, Dazzle de Siouxie and the Banshees o Behind the Wheel de Depeche Mode como banda sonora del despertar sexual de una adolescente buenorra como Shailene Woodley, entiéndame, no buenorra en sentido «mainstream», rubia y bronceada, sino en sentido «indie», morena y pálida, como la eterna Winona.
Pero basta ya de juzgar esta película como una de Araki, si eliminamos el elemento firma de autor nos quedamos con una historia de crimen y misterio en los suburbios de San Bernardino (Sur de California) que gira en torno al personaje de Eve, interpretado por la siempre bella e inquietante Eva Green. Este personaje que desaparece al principio de la película pero que se muestra omnipresente en los recuerdos y sueños de su hija Kat (Shayleen Woodley) es el que dota de contenido reflexivo esta cinta. Eve fue una mujer que en los setenta decidió ocupar el rol femenino al que le relegaba la sociedad conservadora, confinándose en el ámbito de la domesticidad, surgiendo los problemas cuando esta opción, promesa de seguridad y felicidad familiar, se convierte en una mortaja. La limpieza impecable del hogar y las complicadas recetas en el horno dejan de ser suficiente para una Eve que odia a su marido, con el que hace siglos que no tiene sexo, y que empieza a sentir unos incisivos celos por su hija que no sólo posee un cuerpo joven y más hermoso sino a la que se le abre un mundo de libertad sexual y experiencias “extramuros” que a Eve le fue negado en el pasado y en el que ya es demasiado tarde para adentrarse.
En realidad, la película se trata de un duelo a muerte entre Eve y su marido, Brock (Christopher Meloni), un pulso entre el amo y el esclavo, en cuyo juego, como en la vida misma, muchas veces cambian las tornas. Eve descarga contra su marido toda su frustración convirtiendo su vida en el hogar en un infierno, haciéndole ver que el prestigio y el éxito alcanzado fuera no son más que un espejismo, una ilusión que enmascara su fracaso vital. Lo que Eve desconoce es que Brock guarda un secreto que le hace sufrir mucho más de lo que ella lo logrará nunca y que es el desencadenante de la trama, cuyos enigmas se irán desentrañando en «flashbacks». Araki o el matrimonio heterosexual convencional como destrucción, como decía se echa de menos la furia pero se sigue intuyendo el ruido del apocalipsis.